En la serie de
notas publicadas anteriormente bajo el título “La guerra de los laboratorios en
el mundo global”, fue apareciendo una cantidad de informaciones que el
ciudadano de a pie pudo no haber encontrado antes en los medios concentrados
–tanto nacionales como internacionales−. Preguntarse, es decir convertir en un
interrogante aquello que aparece como una sencilla afirmación, es parte de un
ejercicio pedagógico que ese ciudadano debería ir incorporando a su lectura
habitual para indagar: qué no se dice detrás de lo que se dice. Si esto puede
parecer sólo un ingenioso juego de palabras es porque este ciudadano lector,
aun aquel entrenado en ese ejercicio diario de recepción informaciones por la
prensa escrita, radial o televisiva, todavía no ha incorporado la sospecha
sobre la veracidad de lo que recibe. Otra porción, no menos importante, de los
ciudadanos de a pie ya han caído en el descreimiento respecto de la información
pública por haber sido víctimas de un perverso juego informativo.
Sin embargo,
tanto unos como otros, podrían decidir convertirse desde simples lectores,
ingenuos o desconfiados de lo que les ofrecen, en una especie de investigadores
que no se satisfacen con el servicio actual. Esta trasformación requiere, como
señalé antes, comenzar a sospechar respecto de lo que el mundo de la
información distribuye como la verdad de los hechos. A su vez, este paso supone
aceptar que es una falacia la posible la objetividad de la información. Las
carreras de Ciencias de la Comunicación de cualquiera de las universidades
nacionales enseñan que la información es siempre el resultado de
interpretaciones construidas a partir de una selección de los datos recogidos.
Esto es necesariamente así, es parte de la condición humana interpretar la
realidad a partir de una serie de condicionamientos sociales. Esta sencilla verdad
debe ir acompañada, en este camino del ejercicio de la sospecha en un mundo
mercantilizado, de grandes posibilidades de existencia de intereses
particulares que condicionen esas interpretaciones.
Aparece
entonces una primera explicación de los porqués se produce una falta de
información de temas como el ya publicado en notas anteriores y sobre el cual
avanzaremos ahora desde otra óptica. Ese
otro ángulo desde el cual investigar el multimillonario negocio de las medicinas
es el que aparece como la costosa inversión necesaria en las investigaciones de
los laboratorios. Para aportar una mirada seria sobre este tema voy a citar a
un periodista prestigioso por su tarea en este tipo de negocios: Llewellyn
Hinkes-Jones. Publicó tiempo atrás los resultados de sus investigaciones acerca
de cómo hacen negocios los empresarios de los medicamentos. El artículo que
llevó por título La investigación médica privada fomenta el fraude científico
(7-7-14) fue corriendo telones que cubren habitualmente ese mundo protegido por
el prestigio científico que ha ganado este tipo de informaciones.
Comienza
diciendo que hay un entramado de relaciones entre lo científico y los manejos
que la libertad de mercado ofrece a los negocios:
La política de investigación académica
de mercado libre ha favorecido la proliferación de la charlatanería médica y del fraude científico,
obligando a los consumidores a pagar por descubrimientos que ya habían
financiado como contribuyentes. El enfoque de la investigación médica que
mantiene el sistema sanitario de EE UU, que persigue fines lucrativos, se
fundamenta en la cruda verdad de que solamente el dinero puede prolongar la
vida. Citemos por ejemplo el tipo de genes llamados “supresores tumorales”.
Dada su capacidad de regular el crecimiento celular, los supresores tumorales
se sitúan en la primera línea de la investigación para la prevención del
cáncer. Un resultado positivo en la prueba de mutación de un gen supresor
tumoral como BRCA1 o BRCA2 es una clara indicación del riesgo de padecer cáncer
de mama o de ovario.
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