Espero que los análisis realizados hasta ahora hayan arrojado una luz
suficiente sobre un tema altamente complejo. Sin embargo, creo que todavía
persisten algunas oscuridades. Después de este avance de la conciencia
colectiva, el periodismo ha comenzado a adaptarse al nuevo escenario y, como
consecuencia de ello, la palabra “objetividad” no aparece con tanta frecuencia,
ha sido reducida al ámbito de lo que se ha dado en llamar “la crónica de los
hechos”.
Crónica es el tipo de texto que debería utilizar un periodista para trasmitir
lo que ha sucedido, ubicándolo dentro de un desarrollo ordenado de los hechos,
respetando el tiempo y el espacio adecuado sobre lo que se está narrando. Se
supone que ha dejado de lado las conjeturas o análisis y sus opiniones al
respecto. Esto podría entenderse como información.
Una mirada atenta a lo que se nos ofrece como crónica nos permite detectar
que se está encubriendo todo lo que se niega bajo la apariencia inocente de la
crónica, aun aceptando la hipótesis de que el cronista crea que está
prescindiendo de todo sesgo en la información. La palabra “crónica” tuvo un uso
especial en la antigüedad, para referirse a los relatos que respetaban el orden
temporal de los hechos, a pesar de que en ellas no faltaban las exageraciones y
las fantasías. Parece que nuestros
periodistas quedaron impresionados por la posibilidad que esto brindaba.
Debe señalarse en este sentido, como para descargar del cronista parte de las
culpas, que sus jefes piensan más en vender que en informar. De allí la
importancia de la “primicia”, como si esto le otorgara mayor valor a la
información, cuando sólo es la demostración de la competencia en el mercado
entre empresas preocupadas por facturar.
La falsa importancia de la “primicia” ha empujado al cronista a informar
sin revisar la fuente de sus datos ni contraponerlas con otras fuentes. De este
modo, se ha perdido confiabilidad en la veracidad de lo que se informa. El
ritmo de la información por la “necesidad” de ser el primero, agregado al
vértigo de la cascada de datos trasmitidos, han acostumbrado al consumidor, en
muchos casos —aunque cada vez son menos— a no dar importancia a la “verdad de lo informado”, y a
aceptar que lo que hoy es “urgente e importante”, horas después ha desaparecido
del escenario sin la menor explicación, tapado por lo próximo “urgente e
importante”. La evanescencia de las cosas significativas ha banalizado de tal
modo el valor de la información que ésta va cayendo en un lento descrédito.
Esto no ha provocado todavía la crítica y el rechazo público, pero alguna forma
de incredulidad se va posesionando de la conciencia pública.
Por la complejidad de la realidad actual, todo este juego se torna
intrincado y de difícil acceso. La impronta mercantil de las empresas de
información subordina el relato sobre los hechos a la necesidad de ser el que
los muestra del modo más impactante posible. Tanto la prensa escrita como la
radio y la televisión recurren a artilugios que atraigan la mirada del
consumidor hacia aquello que impresiona en el momento, aunque poco después
quede desvirtuado por otros datos que desmientan lo que se ha dicho. Tiene poca
importancia ese resultado, porque se parte de la convicción de que ese público
seguirá consumiendo lo que se ha convertido de información en entretenimiento.
El mundo estadounidense
ha creado una palabra para denominar a esta actividad: infoentertainment, ya aparecida en el léxico de los analistas en su
traducción castellana,
“infoentretenimiento”.
Como
señala el profesor Javier del Rey[1], doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de
Madrid:
El entretenimiento como recurso
mediático está caracterizado por una progresiva banalidad, cada vez más caótica
en contenidos y formas, no se promueve los contenidos informativos sino la
apariencia informativa, buscando sólo una recreación de la realidad, con un fin
espectacular y lucrativo, ajeno al interés general. Asimismo, el afán de
entretenimiento y de captación de audiencia de ciertos periodistas estrella
puede provocar el abuso de fuentes anónimas (o insuficientemente identificadas)
con informaciones basadas a veces en documentos inventados; en vez de verificar
y contrastar y, por el contrario, fiarse de fuentes parciales, insuficientes o
meramente manipuladoras.
[1] Es Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de
Navarra y Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense
de Madrid. Profesor de Comunicación Política y Teoría General de la Información
en la Universidad Complutense de Madrid.
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