Me
atrevo a afirmar que la juventud como fenómeno sociopolítico es una creación de
la segunda posguerra. Se manifestó
entonces como un gran desencanto de la vida en Occidente, tras conocerse las
atrocidades de la guerra por parte de
ambos bandos, aunque las culpas deban distribuirse en diferentes proporciones. Las
consignas como Paz y Amor, Hagamos
el Amor y no la Guerra fueron expresiones de la contracultura de la década
de los sesenta del siglo pasado.
Las manifestaciones masivas de entonces, que
culminaron en la plaza de las Tres
Culturas de Tlatelolco, México (1968), y las de París —conocidas como Mayo francés o Mayo del 68—, tuvieron a
los jóvenes como sujetos históricos determinantes. Fue una invasión de estos
nuevos actores que levantaban en la plaza pública las banderas de rechazo al
orden imperante, representado en los partidos políticos, en la cultura de
época, en las instituciones paralizadas, en las autoridades incapaces de las
diversas organizaciones, a los que, en
diversas medidas, consideraban cómplices del estado de cosas vigente.
No
quiero señalar que la juventud no existiera o no fuera un fenómeno social
anterior. Lo que pretendo subrayar es la irrupción como sujetos políticos que
sumaban su voz al debate, respecto de un nuevo orden internacional y la
exigencia de construir un mundo más justo, más humano, que descartara el
belicismo como instrumento de resolución de conflictos. No expresaban un
rechazo a la violencia en sí misma, por entonces justificada como una respuesta
correcta a la violencia opresora.
Las
revoluciones sociales de la época, que comprendieron y abarcaron un amplio
territorio denominado Tercer Mundo,
fueron protagonizadas en su mayoría por jóvenes, que también lo hicieron en los
Estados Unidos, al manifestarse en contra de la guerra en Vietnam. Sin embargo,
es necesario subrayar en esta reflexión que la juventud, como una etapa de la
vida humana, tiene una larga historia anterior, aunque nunca antes había
adquirido el valor revelado en la
segunda mitad del siglo XX. Menos aún, la casi divinización con que se la
revistió en las últimas décadas, que podríamos definir como la cultura juvenilista. Es importante
agregar que su protagonismo político durante los sesenta y setenta no fue bien
visto por el poder y generó graves preocupaciones en las clases dominantes.
Prueba de ello es la creación en 1973 de la Comisión Trilateral como respuesta:
El propósito de la Comisión es construir y fortalecer la asociación
entre las clases dirigentes de Norte América, Europa Occidental y Japón....
La Comisión Trilateral, como entidad privada, es un intento para moldear la
política pública y construir una estructura para la estabilidad internacional
en las décadas venideras (Subrayados RVL).
El
abogado y politólogo,
Dr. Luis Aguilera García, reconocido estudioso del tema de la
gobernabilidad, analiza los documentos de esta organización internacional:
La convocatoria para la elaboración de este informe está motivada por
las profundas convulsiones que venían apareciendo tanto en los centros del
poder imperial como en la llamada periferia, lo cual surge como colofón de
sucesos políticos, económicos y militares que mostraban la verdadera esencia
del imperialismo mundial
ante el avance de las fuerzas de izquierda y
del bloque socialista, conducían a un severo cuestionamiento de la
legitimidad de las estructuras y sujetos del poder político en los países
centrales del imperialismo (Subrayados RVL).
Esta
preocupación por la gobernanza (concepto aparecido en esa época para referirse
a la necesidad de estabilizar el sistema político internacional) mostraba la
necesidad de contener la efervescencia juvenil y reencauzar la politización y
la participación de los jóvenes. Los golpes militares de los setenta fueron la
respuesta violenta contra los rebeldes. Para el resto, la reeducación mediante la publicidad dirigida: el consumismo, el
alcoholismo y la exaltación del sexo libre, sexismo fueron fue los modos de
domesticación de los ochenta y noventa. Esta prédica, lamentablemente muy
eficaz, les ofreció una jaula de oro
feliz para quienes pudieran pagar, pero la marginalidad para los demás. El
resultado más evidente fue el descompromiso, la vida leve, vivir el presente,
el egocentrismo, que acompañaron a la pérdida del sentido de la vida.
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