Cuando ampliamos nuestra óptica, abarcando el proceso histórico de las últimas décadas, podemos observar la profundidad de los cambios producidos. La sumisión tradicional del joven al adulto, al punto de no hallar ningún espacio social que reconociera su identidad como joven y autorizara su expresión, empezó a padecer su declive, como quedó dicho, en la posguerra. Este nuevo horizonte promueve la aparición de un nuevo discurso, al comienzo confuso, después muy plural, siempre controvertido, lo que da lugar a un nuevo modelo. De este modo, adquiere una presencia en aumento el discurso joven, no siempre sólo por boca de éstos. Entonces, nos llega desde Europa, y en menor medida desde EE. UU., la idea de que no sólo el joven se convierte en modelo, sino que se construye el modelo de joven. Se va diseñando paulatinamente la imagen de lo que tiene que ser un joven que sea un joven auténtico. Así nos encontramos con características que empiezan a ser atribuibles a ese modelo: crítico, tendiendo a los extremismos, con capacidad de iniciativa, desinteresado, contestatario frente a las instituciones, creativo, rebelde respecto de la tradición cultural, mostrando cierta independencia frente a padres y educadores, con tendencia a la utopía, etc.
En el otro extremo de este proceso nos encontramos con una especie de caricatura de aquel modelo. Hoy, cuando se piensa en él aparecen de inmediato las críticas, desacuerdos, preocupaciones que expresan lo que se ve como la pérdida de aquellas virtudes. Los portadores del discurso crítico hacia la juventud de hoy dicen que se han perdido las características que definieron aquel modelo: hoy no son críticos, no tienen iniciativa, viven ligados a los padres, son pragmáticos pero inmaduros, etc., etc.… Cuando desde los adultos de hoy se formulan ese tipo de críticas, enarbolando la bandera de los jóvenes de ayer, que implícitamente son estos adultos, deberíamos preguntarnos cuánto hay de idealización, cuánto del repetido y viejo: “¡Ah, mis tiempos!”. Como si aquella dorada juventud hubiera sido un sol resplandeciente en una noche oscura. Como si una parte importante de ella no se hubiera desgastado en juegos de inútil rebeldía que poco o nada construyó. Rebeldes hubo muchos, constructores de un futuro mejor no tantos.
Por otra parte deberíamos preguntarnos también ¿por qué un joven, para ser joven tiene que responder a un modelo creado por otros? Acaso, aquellos que critican tan duramente a los jóvenes actuales ¿podrían demostrar que ellos hubieran sido los mismos que dicen que fueron en este mundo de hoy? ¿Se puede sostener con honestidad que la terrible represión militar, policial, cultural, psicológica, no ha hecho mella en los adultos sobrevivientes? Y estos sobrevivientes ¿no son los padres o los abuelos de los jóvenes actuales? Entonces, ¿se puede hablar, sentado en la tribuna de la historia, como si las generaciones que los precedieron no cargaran ninguna responsabilidad por lo hecho y por lo que se ha permitido que otros hicieran?
No debemos olvidar que aquellas décadas de vida acelerada, de futuros exigentes, de ansiedades impacientes, de ingenuidades políticas, en las que se vivió el deseo al máximo, hicieron pensar que todo deseo era realizable, y que todo el mundo podía proyectar sus deseos. Tanta inocencia se encontró con un muro de cemento que el sistema capitalista mantenía oculto de la mirada de los idealistas. Todas aquellas ilusiones se convirtieron en fuertes sentimientos de frustración. Una nube negra tapó el horizonte de los sueños tras la cual se empezó a dibujar una nueva realidad: una severa crisis tomó posesión de nosotros y de nuestras vidas.
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