miércoles, 30 de enero de 2013

El amor en los tiempos de la globalización II



Este tipo de relaciones amorosas puede encontrarse entre nosotros como novedad o esnobismo, pero los señalamientos van apareciendo y deben llamar nuestra atención, dado el clima de amoríos livianos,  observables hoy en jóvenes y no tan jóvenes. Si bien en el primer mundo el estándar social permite un manejo de dinero, no accesible para muchos en la periferia: Sin embargo, no sería de extrañar que esas modalidades se vayan extendiendo. Leamos:
También el encuentro de los amantes se ha liberado de las reglas relativas a la procedencia que imperaban en la así llamada “buena sociedad”: las listas de invitados de las clases altas ya no se pliegan estrictamente a la regla de la procedencia social. Han surgido campos de encuentro –el trabajo, las asociaciones, los gimnasios– enteramente mixtos desde el punto de vista social. Antes, la mayoría de las veces, la vida se desarrollaba en el marco de la vecindad en sentido amplio. En nuestros días, el medio vital, el mundo de la vida, abarca un espacio mucho mayor. Cursos de idiomas, viajes de trabajo, vacaciones: la movilidad de una localidad a otra, de un país a otro, hace ya tiempo que forma parte de la vida corriente. Como consecuencia, el espacio de posibles encuentros entre personas se ha ampliado enormemente y, con ello, el de potenciales parejas.
La descripción de las condiciones sociales de décadas atrás no es tan diferente de las nuestras, y los cambios introducidos ya los vemos entre nosotros. La ampliación y diversificación de las posibilidades de encuentros que ofrecen las prácticas sociales actuales, de la franja de medianos y altos ingresos, tampoco presentan desemejanzas importantes. Si subrayo esa franja social es porque me parece la más proclive a incorporar ese tipo de conductas. Un medio de comunicación que va ganando cada vez más usuarios amplía las búsquedas:
A esto se suma, como un nuevo espacio de encuentros que gana adeptos a gran velocidad, Internet. Los buscadores nos traen directamente a casa, mejor dicho, al ordenador portátil, una oferta mundial que se renueva cada minuto. Con Internet, las tentaciones se multiplican hasta el infinito. Se abre un mundo de posibilidades ilimitadas y también el horror de las posibilidades ilimitadas. Los buscadores son causa, instrumento y resultado de una búsqueda que camina hacia y trabaja en la ampliación de sí misma. El imperativo inmanente de esta búsqueda es la optimización. Cuanto más amplia sea la oferta, mayor será la tentación. Quizás el próximo clic me ofrezca al candidato ideal. Así que, ¡a seguir clicando! Hay que encontrar al mejor o a la mejor, pero nunca se encuentra. “No dejo de mirar qué nuevas mujeres o interlocutoras interesantes y guapas (o varones) aparecen ahí. Puedes entrar todos los días. ¿Qué vida podrían depararme hoy?”, confiesa el/la romántico/a de la maximización y el/la realista de lo virtual.
¿Dónde se encuentran todavía hoy los que buscan amor? Sobre todo en el trabajo, luego en el círculo de amistades, en el club, en los boliches. Lo que llamó la atención de los investigadores es que Internet ocupa ya el tercer puesto, por encima del club, la discoteca, las vacaciones o el supermercado. Un estudio actual revela que, entre personas de entre treinta y cincuenta años, un tercio de los contactos que acaban en parejas se establece a través de Internet. Y es una tendencia creciente. Para encontrarle algunas causas, se plantean esta reflexión:
El amor fue y sigue siendo amor imaginado. Tiene lugar en la cabeza, eso lo sabemos. Lo peculiar del amor a través de Internet radica en que solo tiene lugar en la cabeza. Internet modifica la condición grupal del amor. Hace posible, en primer lugar, la no presencia de los implicados; en segundo lugar, el anonimato de su contacto. Con ello, en tercer lugar, libera la imaginación. Y, para terminar, puede imponer el imperativo de la optimización: “Antes de atarte para la eternidad, comprueba que no haya algo mejor”. La ausencia de corporalidad en el amor a distancia y el anonimato que garantiza Internet como punto de encuentro puede incrementar el romanticismo de la búsqueda, pero también engendra desinhibición. Podemos decir cómo se organiza y escenifica la búsqueda de pareja a través de Internet: hoy las agencias mediadoras ya no facilitan dos o tres parejas posibles a los que buscan, sino unos cuantos cientos de miles, unos cuantos millones. Se informa a los usuarios de que hay varios cientos de miles o millones de personas que están ahora conectadas y con las que se puede contactar ahora mismo, cuántos contactos por hora están teniendo lugar, cuántos miles de fotos se han colgado en internet durante la última hora.

domingo, 27 de enero de 2013

El amor en los tiempos de la globalización I



En la serie de notas que voy publicando, me he ido apartando, momentáneamente, de los análisis estructurales: por ello, escribí sobre la esperanza, sobre la idea de lo humano que está por debajo de varias otras ideas que aparecen en la superficie. Motiva esta elección indagar sobre los procesos socio-históricos cuyos resultados involucran a multitudes conformadas por protagonistas-personas reveladoras de las repercusiones ellas encarnadas. Es por esto que corro la mirada para centrarme en lo que podríamos denominar “la dimensión psicosocial”, para, desde allí, reflexionar respecto de cómo se van configurando 
 las subjetividades de esos protagonistas-personas en estos tiempos globalizados.
Los cambios, por ser cotidianos en tiempos que escapan a la percepción del “ciudadano de a pie”, no posibilitan el acceso a la reflexión sobre ellos. Para tal tarea, propongo este espacio para tomar nota, recuperar informaciones que habitualmente pasan velozmente ante nuestra mirada y que, por lo tanto, no promueven el análisis, atropellado por la cascada periodística: una especie de pausa que nos permita profundizar la mirada por debajo de la “actualidad”, hurgar, entre los pliegues, las causas ocultas de todo ello. Hablar del amor de en estos tiempos nos obliga a aclarar qué se está planteando. Mi motivación fue incitada por los comentarios sobre un libro reciente, Amor a distancia, nuevas formas de vida en la era global, (Ed. Paidós). Su título me hubiera provocado un rechazo inmediato, por el tema que propone.
El mundo editorial del bestseller, de liviano tratamiento sobre problemas de “temas el corazón”, con una metodología correspondiente a una línea de publicaciones dadas en llamar de “autoayuda”, cuyo objetivo es, sobre todo a ganar dinero a autores y editoriales, hubiera sido suficiente para haberlo dejado pasar sin detenerme. Lo que me sorprendió fue descubrir como autores dos investigadores de sobrado prestigio académico y de larga trayectoria universitaria, como para obligarme a ver de qué se trataba.
Ellos son Ulrich Beck (1944), sociólogo alemán, profesor de la Universidad de Munich y de la London School of Economics. Se ha especializado en la exploración de las condiciones cambiantes del trabajo en un mundo de creciente capitalismo global; ha contribuido con nuevos conceptos a la sociología alemana, incluso con los de la llamada "sociedad del riesgo" y la "segunda modernidad". Es autor de una larga serie de trabajos publicados en revistas especializadas y de más de diez libros. La coautora es su esposa, de no menor trayectoria académica y producción científica, Elisabeth Beck-Gernscheim (1946), alemana, socióloga, psicóloga y filósofa; profesora en la Universidad de Erlangen-Nuremberg, doctorada en la Universidad de Munich.
El haberme detenido en los antecedentes profesionales de ambos es para avalar y justificar el análisis de sus investigaciones y de las conclusiones que nos proponen. No debemos pasar por alto el hecho de que están hablando de su mundo, el mundo de los países superdesarrollados. Si bien la periferia de ese mundo no necesariamente reproduce el cuadro analizado, tampoco debemos olvidar que hoy se cumple, en esta cultura interconectada la advertencia del viejo refrán: «Cuando veas a tu vecino afeitar pon tus barbas a remojar».
El ángulo desde el cual avanzan en sus investigaciones puede parecer muy banal; sin embargo, algo ha llamado la atención de estos investigadores para que abordaran el tema  amor a distancia, como reza el título del libro. Comienzan con una descripción:
 El amor a distancia se caracteriza por la separación geográfica. Los amantes viven a muchos kilómetros de distancia, en distintos países o incluso en distintos continentes. Uno de los rasgos distintivos de la actual elección de pareja es que se ha ampliado enormemente el campo de posibilidades. El mundo de las barreras amorosas se ha convertido en el mundo de las posibilidades amorosas. En primer lugar, las barreras sociales se han permeabilizado, y los controles sociales se han relajado. Antes era la unidad familiar la que regulaba y encarrilaba la elección de la pareja con arreglo a la propiedad y al estatus social. En nuestros días, la unidad familiar –cuando existe– ha perdido gran parte de su poder.
Partiendo de esta afirmación, como base de sus investigaciones, descubren detalles interesantes, que empiezan a advertirse entre nosotros, aunque todavía son infrecuentes.

miércoles, 23 de enero de 2013

Cómo pensar al hombre para pensar la esperanza III



El proceso de sedentarización, con la aparición de excedentes de bienes producidos y su posibilidad de almacenamiento, dio lugar a las primeras formas de propiedad, a la división social y a la institucionalización de formas de gobierno que mostraron la novedad, para aquellos tiempos, del sometimiento del hombre por el hombre; éste el comienzo de la lucha social como modo del conflicto, lo que motivó la afirmación de Karl Marx «Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases».
Las afirmaciones de la lucha como método de selección de los mejores, que encuentra en Herbert Spencer su cultor, fue la traslación a la vida social de una mala comprensión de lo afirmado por Charles Darwin. Una vez más, nos encontramos con lecturas sesgadas por los prejuicios. La Directora del Centro de Filosofía y Ciencias Sociales de la London School of Economics, doctora Helena Cronin, manifestó que la interpretación habitual de Darwin era errónea:
Darwin afirmó que la guerra de la naturaleza no era lo predominante, y que quienes son felices sobrevivirán y se multiplicarán... Si miran atentamente la naturaleza, encontrarán que no todo es brutal y salvaje. Los animales no son egoístas; avisan cuando hay un predador, comparten su comida, adoptan a los huérfanos. Se comportan mucho más según las reglas morales de Esopo, que según las normas individualistas que la selección natural parecería favorecer.
De aquí se puede sostener que las afirmaciones sobre el egoísmo primitivo son el modo justificador de una civilización que, a partir de los dos últimos siglos, cultivó el individualismo y la lucha como medios de ascenso social y de imposición de las voluntades de unos contra otros. Nada en la naturaleza humana permite afirmar tales cualidades como originarias. Por lo tanto, la humanidad que practicó durante milenios la solidaridad puede reencontrar su camino, y en ello se sostiene la esperanza.
No nos es ajeno el hecho de que desde hace ya muchos años se ha venido universalizando una limitada concepción de la particularidad del hombre, que no hace más que reducir sus alcances a meros temas de museología, cuando en realidad deberíamos proclamar que fuera más flexible, más tolerante, que no hiciera  oídos sordos a las diversidades, que no nos impidiera apreciar cuán distintos somos unos de otros. Pero es quizá en este punto en el que surge la dificultad: para recuperar y reafirmar la condición humana, que ha sido tan diversa y celebradora de la vida, hay que recuperar al mismo tiempo la diversidad y valorarla. Es evidente cuánto nos cuesta.
No cabe duda tampoco de que, hoy en día, esta preocupación es prioritaria en nuestra América Latina. Preocupación que se alza en medio de una profunda crisis que va dejando vacíos nuestros modelos clásicos, y que impone sistemas de valores que parecen estar muy lejos de lo esencialmente humano.
Pero la realidad, por suerte, es más rica y asombrosa de lo que cualquier informe o esquema pueda presumir. Sin duda, América Latina posee innumerables reservas de dignidad que, aun en medio de tan complicado panorama, no pierden sus fuerzas. Reconocemos en los discursos de líderes nacionales de distintos y lejanos pueblos —que hacen oír sus voces en reacción ante el impacto occidental, llamado hoy globalización— aquellas palabras que han sido y son pronunciadas por boca de algunos de nuestros dirigentes, aquellos a los que consideramos capacitados para representar a nuestros pueblos.
El mercado, el consumo, la tecnología, las comunicaciones, empujan al hombre a vivir en un mundo sin fronteras, unificador, donde no prima la solidaridad, sino la individualidad. En un sistema en el que es más importante "parecer" que "ser", comienza a conjugarse cada vez con más fuerza el verbo "tener". Lo cierto es que a la globalización, entendida como la preeminencia de la economía de escala y del consumo por sobre ideas, gustos y costumbres que consideramos constituyentes de lo humano, deberíamos entenderla como potencial impulsora de desafíos; como un momento histórico para el encuentro con las demás culturas que tanto tienen para enseñarnos. A partir de las críticas a problemas cotidianos, ya identificados y planteados, lo que resta es avanzar en la búsqueda de soluciones. Para ello es indispensable el debate en la búsqueda de consenso.
Ya en sus orígenes, el hombre observó cuánto más fácil era su vida y provechosos resultaban sus esfuerzos, si aunaba sus energías con los de su comunidad. De esos primeros comportamientos humanos de la comunidad originaria, debemos recuperar su espontaneidad en favor de la ética, su coraje civil para defenderse y protegerse mutuamente, privilegiando a los más débiles. Aplicando estos valores en nuestra lucha cotidiana por la solidaridad y la libertad, siempre habrá lugar para la utopía y la esperanza.
    

domingo, 20 de enero de 2013

Cómo pensar al hombre para pensar la esperanza II



La intención de estas palabras es advertir al lector sobre la cantidad de prejuicios que rondan la materia que estamos analizando. La utilización de la palabra cultura, con un uso tan restringido (como “opuesto a barbarie”), está evidenciando el prejuicio de la cultura europea, acentuado durante los siglos XVI al XIX fundamentalmente, que aplicó su significación sólo a ella misma. La utilizó también como sinónimo de civilización. Paul Radin nos dice que en ambientes científicos no es extraño encontrar los mismos prejuicios:
“La reacción del etnólogo no profesional o del lego... es por lo común de irritada perplejidad, a la cual se asocia la sospecha de que, al fin y al cabo, verosímilmente los pueblos primitivos están regidos por una mentalidad inferior que les es inherente... En grado considerable, y a menudo sin darse cuenta, el etnólogo cultivado formula juicios análogos al esforzarse por valorar culturas primitivas”.
Es decir, la investigación ha padecido estas interferencias ideológicas durante mucho tiempo. Pero puede decirse, con satisfacción, que la última mitad de siglo ha avanzado de modo significativo en estos temas y que, por lo tanto, hoy disponemos de una cantidad enorme de material y bibliografía científica de alto valor, que avanza significativamente. Sin embargo, por lo dicho en notas anteriores, estos prejuicios científicos tiñen las investigaciones e impiden pensar esperanzadamente.
De lo dicho hasta ahora, podemos afirmar que la hipótesis del salvaje primitivo ha quedado científicamente descartada. Esto nos remite a pensar cuánto prejuicio encerraba esa hipótesis, prejuicio que permitió la justificación de las conductas del hombre de la modernidad europea. Si se podía sostener argumentativamente que el hombre tiene un origen salvaje, en el sentido de revelar conductas similares a las de los grandes felinos, por ejemplo, la cultura se convertía en un esfuerzo, no siempre exitoso, para la contención de esos impulsos instintivos. Pero lo más importante para esa hipótesis era señalar que, en sus orígenes, el salvaje solitario —hasta bien avanzado el proceso de la evolución—había revelado ser un individuo egoísta, huraño, antisocial. No pretendo decir que ésta sea la imagen que los investigadores hayan interpretado; por el contrario, hace ya muchísimo tiempo que se ha demostrado lo que quedó dicho más arriba. Lo que debe incitarnos a pensar es que esa verdad científica, sorprendentemente, no haya encontrado la misma divulgación que la de las hipótesis que la modernidad ha difundido.
Que el salvaje, en la imagen de Thomas Hobbes (1588-1679), como un lobo, o la de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) como un simple buen hombre, ambas compartieran la idea de su conducta ermitaña, nos está señalando la incomprensión de la socialidad esencial de lo humano. Estoy tentado de alegar que, en el origen, sólo encontramos sentimientos compartidos de lo que podríamos definir, con terminología actual, como amor. Esta afirmación debe ser expurgada de las connotaciones románticas de esta palabra. Pero puede ser comprobada con la simple observación, por ejemplo, de las actitudes de la madre chimpancé con su cría y, de igual modo, con otros miembros de su manada. 
Volvamos al proceso que veníamos siguiendo. Debemos tomar en cuenta una fecha que tiene condiciones casi mágicas. Esta palabra se justifica por la falta de explicación acerca de las causas que dieron lugar a un proceso sumamente llamativo. Este período comienza en una fecha que se remonta, aproximadamente, a unos 35.000 años, a partir de la cual se puede afirmar que una sola especie de homo se impone en toda la región del Asia Menor, y que se expande a partir de allí. Todas las demás formas desaparecen, y la especie de Homo sapiens sapiens se establece como única. Este hombre ha tenido conductas comunitarias, solidarias, durante su período nómade —de aproximadamente dos millones de años—, hasta una etapa relativamente reciente que se podría fijar alrededor de hace unos ocho o nueve mil años.

miércoles, 16 de enero de 2013

Cómo pensar al hombre para pensar la esperanza I



Toda la ciencia del hombre como ser histórico-social se apoya en un concepto de hombre que, en la mayoría de los casos, no está explicitado y que indefectiblemente incide en sus conclusiones.  Es decir, detrás de cada ciencia hay una concepción antropológica. Sólo como ejemplos muy conocidos señalaré el denominado egoísmo del hombre de Adam Smith o el impulso biológico del hombre de Sigmund Freud. En ambos hay una antropología implícita.
Sin embargo, para recuperar la esperanza y la confianza en los intentos científicos, cabe afirmar que, si bien el hombre se ha interrogado a sí mismo durante casi tres mil años, en nuestra tradición occidental, sobre qué es él, sólo en este último siglo y medio ha estado en condiciones de profundizar esta pregunta con resultados altamente positivos. “El resultado de todos estos esfuerzos fue, antes de 1859, fundamentalmente deficiente, puesto que una característica esencial de la  naturaleza humana —su origen evolutivo a partir de antepasados no humanos, con todo lo que ello implica— aún no había sido descubierta”, afirma el profesor de la Universidad de California, Francisco J. Ayala. Las dificultades antes señaladas deben ir acompañadas de esta afirmación. Hoy estamos mejor que nunca antes para emprender esta tarea, y esta es la razón que nos  hace conscientes de los problemas.
Durante más veinte siglos, los pueblos que habitaban lo que hoy conocemos como Europa tuvieron un trato más intenso con aquellos distantes y distintos de ellos a los que se denominó, con cierto eufemismo, con una calificación llegada hasta nosotros: los bárbaros. La sola denominación “bárbaros” implica un alto grado de ambigüedad respecto a lo que se intenta calificar con esa palabra. Un simple ejercicio, como el consultar un diccionario, nos coloca ante los contenidos de esa palabra: “Dícese del individuo de cualquiera de las hordas o pueblos que en el siglo V abatieron el Imperio Romano/ fig. Cruel, fiero, feroz, inculto, grosero, tosco, temerario, etc.” Está más que clara la sinonimia. Pero, a partir del siglo XV, con el “Descubrimiento”, al entrar en contacto con pueblos extracontinentales,  se comenzó a hablar de pueblos salvajes: “Natural de aquellos países que no tienen cultura ni sistema alguno de gobierno/ Dícese del hombre que vive en estado de naturaleza, en los bosques, sin morada fija, ni leyes, y es lo opuesto al hombre civilizado/ Sumamente necio, terco, zafio o tonto”, que tampoco merecen mayor comentario, porque las definiciones lo dicen todo. En este modo de definir, queda  expresado lo que nuestra cultura piensa de ellos.
De parte de la Real Academia Española, la tarea consistió en recoger los significados con que se utilizan las palabras, consultar la literatura reciente para cotejar los usos de las palabras y consultar a los especialistas de la lengua. En resumen, las ideas que nuestra sociedad tiene de todo pueblo que no pertenezca a la civilización: “Conjunto de ideas, ciencias, artes o costumbres que forman y caracterizan el estado social de un pueblo o una raza... como sinónimo de cultura y opuesto a barbarie”. Analicemos detenidamente lo que acabamos de leer. Dice que debemos entender por civilización los rasgos aquellos “que forman y caracterizan el estado social de un pueblo o una raza”. Entonces, se podría deducir de aquí, que es civilizado cualquier pueblo que tenga artes y costumbres. Las tienen todos los pueblos que habitaron y habitan la Tierra en los últimos dos millones de años, como veremos algo más adelante. ¿En qué sentido, entonces, es opuesto a la barbarie?; ¿Cuáles serían los pueblos bárbaros, de acuerdo con esta definición? Los que no tuvieran artes y costumbres. Costumbres han tenido todos los hombres, y sus antecesores biológicos siempre, hasta los animales superiores tienen costumbres, hábitos de conducta. Nos quedaría arte: sobre este tema podría decirse que los utensilios de piedra del Paleolítico, con ciertas reservas, que no contenían arte, pero las fabricaciones de los últimos 35.000 años muestran una pulida técnica y un gusto por trabajarlos de ciertos modos, que no responden a razones utilitarias solamente, esto ya es evidente en las pinturas rupestres o las vasijas pintadas del Neolítico.