Llegados a este punto detengámonos para repensar lo que hemos leído.
Tomar nota de las dificultades que presenta ser esperanzados es un buen punto
de partida, puesto que ello nos posibilita elaborar un diagnóstico sobre la
actualidad. Plantados sobre ese suelo, liberemos nuestro pensamiento.
Es evidente que la esperanza es algo que
desearíamos sentir muchos para poder creer, pero también, que no son muchos los
que hoy hacen gala de ella. ¿Cómo es que algo tan deseado sea tan escaso? Si
fuera una mercancía conseguible en el mercado, su escasez podría darnos una
respuesta. Se podría contestar también, como ocurre a menudo, que los tiempos
no ayudan, que las cosas andan mal. Esto haría suponer que ha habido épocas en
que la esperanza abundaba, porque esa realidad lo posibilitaba, pero quien
afirme esto no conoce mucho de la historia. Se podría afirmar que desde los
tiempos del Antiguo Testamento (siglo X a.C.) ya nos encontramos con
testimonios de quejas contra los males de la época, y esto es verificable a lo
largo de toda la historia.
Hasta Discepolín nos confiesa: «Me he vuelto
pa' mirar y el pasao me ha hecho reír… ¡Las cosas que he soñao, me cache en
die, qué gil!» No es poca amargura, madre de la desesperanza. Sin embargo,
podemos pensar junto con Santiago
Kovadloff que: «La esperanza no funda su consistencia en la confianza que le
despierta lo venidero. El mensaje venturoso que ella dice oír proviene del
presente, no del porvenir. De modo que la esperanza extrae su energía de la
inmediata realidad que habita, de la presencia inequívoca de aquello que da
sustento a su consecución».
Ser esperanzado es, entonces, ser capaz de
encontrar razones presentes que sostengan la expectativa, contra todo
pronóstico negativo. Debemos cimentarnos en la certeza de que algo mejor que lo
actual no es sólo posible, sino practicable, porque la espera de la esperanza
no debe ser pasiva, como la de un observador neutro que va a dar testimonio del
resultado. Debe ser activa, tomar parte de las posibilidades dentro de las
cuales puede resolverse este presente, sin desdeñar las dificultades ya vistas.
Saber, además, que el camino desde este hoy hacia un tiempo mejor no tiene una
sola posibilidad y que ésta ya está escrita,
sino que se debaten, a cada momento, múltiples componentes de variada
intensidad y que, por lo tanto, la intervención de la voluntad humana,
individual o del conjunto, alterará el resultado en un sentido o en otro.
Kovadloff nos ayuda a comprender: «El
“escándalo” de la esperanza consiste en ocupar los sitios donde, en apariencia,
nada invita a germinar». Pero, como afirma la sabiduría popular, "las
apariencias engañan" y dejarnos conducir por ellas nos arrastra por
caminos llenos de errores. Podrá decírsenos que eso es actuar sobre conjeturas
de cómo será el futuro. Pues sí, pero ¿qué otra cosa hace el pesimista? ¿De
dónde saca su certeza sobre lo nefasto?; ¿No son también las suyas conjeturas que
exhibirá, si acierta, con aires de suficiencia?
La diferencia entre un caso y el otro es que
en el pesimista hay un regodeo con el fracaso y, en el esperanzado, el goce de
la espera de un tiempo mejor. El primero tiene el alma llena de frustraciones
que derrama sobre el presente y el futuro y, en espera de su confirmación,
acarrea penurias. El segundo llena su alma con las ideas de un tiempo que
imagina mejor, vive de y por esa espera, pero tiene los pies en este presente.
No actúa como el iluso que se prende sin más a la primera idea que le parece
atractiva. Se afirma sobre suelo conocido y apuesta por lo mejor de las
posibilidades que el presente ofrece. Por ello, no desconoce los fracasos y las
frustraciones, pero guarda siempre la convicción de que éstos son siempre
transitorios.
Volvamos a Kovadloff: «El hombre esperanzado,
entonces, no es fruto de una ocasión propicia en la que el dolor ha quedado
atrás, sino el creador de su oportunidad en medio del infortunio… Caer es algo
ineludible, pero no implica resignarse a la postración». Si la esperanza es
sólo fruto de una gracia recibida, si encuentra terreno fértil sólo cuando todo
augura un presente mejor, si se muestra en todo su esplendor cuando el presente
muestra ya el rostro de tiempos más felices, este modo de vivir no exigiría
esfuerzos, ni siquiera personas esperanzadas. Es lo que nos exige el pesimista,
que todo sea claro y palpable para creer. Pero en ese caso creer no tendría
sentido ni valor. Creer en que mañana saldrá el sol por el horizonte es de
tontos, sobre ello no cabe la menor duda. Allí no hace falta fe alguna. Creer
es necesario cuando el presente exige poner lo mejor para que el mañana deseado
sea posible. La vida humana es una apuesta constante hacia el futuro y en ella
radica la presencia de lo mejor de lo humano: en la participación de la
voluntad de todos y cada uno, hecha proyecto, como coautora de
los hechos cotidianos.
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