La intención de estas palabras es advertir al lector sobre la cantidad de
prejuicios que rondan la materia que estamos analizando. La utilización de la
palabra cultura, con un uso tan restringido (como “opuesto a barbarie”), está
evidenciando el prejuicio de la cultura europea, acentuado durante los siglos
XVI al XIX fundamentalmente, que aplicó su significación sólo a ella misma. La
utilizó también como sinónimo de civilización. Paul Radin nos dice que en
ambientes científicos no es extraño encontrar los mismos prejuicios:
“La reacción del etnólogo no profesional o del lego...
es por lo común de irritada perplejidad, a la cual se asocia la sospecha de
que, al fin y al cabo, verosímilmente los pueblos primitivos están regidos por
una mentalidad inferior que les es inherente... En grado considerable, y a
menudo sin darse cuenta, el etnólogo cultivado formula juicios análogos al
esforzarse por valorar culturas primitivas”.
Es decir, la investigación ha
padecido estas interferencias ideológicas durante mucho tiempo. Pero puede
decirse, con satisfacción, que la última mitad de siglo ha avanzado de modo
significativo en estos temas y que, por lo tanto, hoy disponemos de una
cantidad enorme de material y bibliografía científica de alto valor, que avanza
significativamente. Sin embargo, por lo dicho en notas anteriores, estos prejuicios científicos tiñen las
investigaciones e impiden pensar esperanzadamente.
De lo dicho hasta ahora,
podemos afirmar que la hipótesis del salvaje
primitivo ha quedado científicamente descartada. Esto nos remite a pensar
cuánto prejuicio encerraba esa hipótesis, prejuicio que permitió la
justificación de las conductas del hombre
de la modernidad europea. Si se podía sostener argumentativamente que el
hombre tiene un origen salvaje, en el
sentido de revelar conductas similares a las de los grandes felinos, por
ejemplo, la cultura se convertía en un esfuerzo, no siempre exitoso, para la
contención de esos impulsos instintivos.
Pero lo más importante para esa hipótesis era señalar que, en sus orígenes, el salvaje solitario —hasta bien avanzado
el proceso de la evolución—había revelado ser un individuo egoísta, huraño,
antisocial. No pretendo decir que ésta sea la imagen que los investigadores
hayan interpretado; por el contrario, hace ya muchísimo tiempo que se ha
demostrado lo que quedó dicho más
arriba. Lo que debe incitarnos a pensar es
que esa verdad científica, sorprendentemente, no haya encontrado la misma
divulgación que la de las hipótesis que la modernidad ha difundido.
Que el salvaje, en la imagen
de Thomas Hobbes (1588-1679), como un lobo,
o la de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) como un simple buen hombre, ambas compartieran la idea de su conducta
ermitaña, nos está señalando la incomprensión de la socialidad esencial de lo humano. Estoy tentado de alegar que, en el origen, sólo encontramos
sentimientos compartidos de lo que podríamos definir, con terminología actual, como amor. Esta afirmación debe ser
expurgada de las connotaciones románticas
de esta palabra. Pero puede ser comprobada
con la simple observación, por ejemplo, de las actitudes de la madre chimpancé
con su cría y, de igual modo, con otros miembros de su manada.
Volvamos al proceso que
veníamos siguiendo. Debemos tomar en cuenta una fecha que tiene condiciones casi mágicas. Esta palabra se justifica
por la falta de explicación acerca de las causas que dieron lugar a un proceso
sumamente llamativo. Este período comienza en una fecha que se remonta,
aproximadamente, a unos 35.000 años, a partir de la cual se puede afirmar que
una sola especie de homo se impone en
toda la región del Asia Menor, y que se expande a partir de allí. Todas las
demás formas desaparecen, y la especie de Homo
sapiens sapiens se establece como única. Este hombre ha tenido conductas
comunitarias, solidarias, durante su período nómade —de aproximadamente dos
millones de años—, hasta una etapa relativamente reciente que se podría fijar
alrededor de hace unos ocho o nueve mil años.
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