El proceso de sedentarización, con la aparición de excedentes de bienes
producidos y su posibilidad de almacenamiento, dio lugar a las primeras formas
de propiedad, a la división social y a la institucionalización de formas de
gobierno que mostraron la novedad, para aquellos tiempos, del sometimiento del
hombre por el hombre; éste el comienzo de la lucha social como modo del
conflicto, lo que motivó la afirmación de Karl Marx «Toda la historia de la sociedad humana, hasta la
actualidad, es una historia de luchas de clases».
Las afirmaciones de la lucha como método de selección de los mejores, que
encuentra en Herbert Spencer su cultor, fue la traslación a la vida social de
una mala comprensión de lo afirmado por Charles Darwin. Una vez más, nos
encontramos con lecturas sesgadas por los prejuicios. La Directora del Centro de Filosofía y Ciencias Sociales de
la London School of Economics, doctora
Helena Cronin, manifestó que la interpretación habitual de Darwin era errónea:
Darwin
afirmó que la guerra de la naturaleza no era lo predominante, y que quienes son
felices sobrevivirán y se multiplicarán... Si miran atentamente la naturaleza,
encontrarán que no todo es brutal y salvaje. Los animales no son egoístas;
avisan cuando hay un predador, comparten su comida, adoptan a los huérfanos. Se
comportan mucho más según las reglas morales de Esopo, que según las normas
individualistas que la selección natural parecería favorecer.
De aquí se puede sostener que las afirmaciones sobre el egoísmo primitivo
son el modo justificador de una civilización que, a partir de los dos últimos
siglos, cultivó el individualismo y la lucha como medios de ascenso social y de
imposición de las voluntades de unos contra otros. Nada en la naturaleza humana
permite afirmar tales cualidades como originarias. Por lo tanto, la humanidad
que practicó durante milenios la solidaridad puede reencontrar su camino, y en
ello se sostiene la esperanza.
No nos es ajeno el hecho de que desde
hace ya muchos años se ha venido universalizando una limitada concepción de la
particularidad del hombre, que no hace más que reducir sus alcances a meros
temas de museología, cuando en realidad deberíamos proclamar que fuera más
flexible, más tolerante, que no hiciera oídos
sordos a las diversidades, que no nos impidiera apreciar cuán distintos somos
unos de otros. Pero es quizá en este punto en el que surge la dificultad: para
recuperar y reafirmar la condición humana, que ha sido tan diversa y
celebradora de la vida, hay que recuperar al mismo tiempo la diversidad y
valorarla. Es evidente cuánto nos cuesta.
No cabe duda tampoco de que, hoy en
día, esta preocupación es prioritaria en nuestra América Latina. Preocupación
que se alza en medio de una profunda crisis que va dejando vacíos nuestros
modelos clásicos, y que impone sistemas de valores que parecen estar muy lejos de
lo esencialmente humano.
Pero la realidad, por suerte, es más
rica y asombrosa de lo que cualquier informe o esquema pueda presumir. Sin
duda, América Latina posee innumerables reservas de dignidad que, aun en medio
de tan complicado panorama, no pierden sus fuerzas. Reconocemos en los
discursos de líderes nacionales de distintos y lejanos pueblos —que hacen oír
sus voces en reacción ante el impacto occidental, llamado hoy globalización— aquellas palabras que han
sido y son pronunciadas por boca de algunos de nuestros dirigentes, aquellos a
los que consideramos capacitados para representar a nuestros pueblos.
El mercado, el consumo, la tecnología,
las comunicaciones, empujan al hombre a vivir en un mundo sin fronteras,
unificador, donde no prima la solidaridad, sino la individualidad. En un
sistema en el que es más importante "parecer" que "ser",
comienza a conjugarse cada vez con más fuerza el verbo "tener". Lo
cierto es que a la globalización, entendida como la preeminencia de la economía
de escala y del consumo por sobre ideas, gustos y costumbres que consideramos
constituyentes de lo humano, deberíamos entenderla como potencial impulsora de
desafíos; como un momento histórico para el encuentro con las demás culturas
que tanto tienen para enseñarnos. A partir de las críticas a problemas
cotidianos, ya identificados y planteados, lo que resta es avanzar en la
búsqueda de soluciones. Para ello es indispensable el debate en la búsqueda de
consenso.
Ya en sus orígenes, el hombre observó
cuánto más fácil era su vida y provechosos resultaban sus esfuerzos, si aunaba
sus energías con los de su comunidad. De esos primeros comportamientos humanos
de la comunidad originaria, debemos recuperar su espontaneidad en favor de la
ética, su coraje civil para defenderse y protegerse mutuamente, privilegiando a
los más débiles. Aplicando estos valores en nuestra lucha cotidiana por la
solidaridad y la libertad, siempre habrá lugar para la utopía y la esperanza.
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