Parto del supuesto de que el lector que tiene el hábito de leer este blog puede haberse preguntado por qué hablar de la esperanza cuando la temática que lo caracteriza podría ser calificada como política, en su sentido más amplio, se podría decir: aristotélico. Habiéndome planteado este supuesto me veo en la obligación de decir algo al respecto.
Comienzo diciendo que la actitud objetivista
del hombre moderno (siglos XVI al XX) coloca fuera de sí todos aquellos sucesos
sociales, económicos, políticos, culturales, para los cuales puede apelar a las
ciencias correspondientes que le ofrecerán algunas explicaciones de los mecanismos que rigen sus comportamientos. Guarda para una ciencia específica, la
psicología profunda, los acontecimientos que se dan en el ámbito de la
conciencia personal, y allí podrá encontrar algunas pautas que le permitan
comprender de qué se trata. Esta división binaria entre el adentro humano y el afuera
social, resultado del objetivismo mencionado, restringe la investigación a
los hechos materiales (en su sentido
más amplio, no meramente empirista o positivistas), demostrables y
verificables.
Esta división (y oposición) entre un escenario
de la historia y un individuo espectador, mero observante, ha convertido a éste
en un ser pasivo que contempla desde su butaca virtual los acontecimientos y
toma nota de sus resultados. Gottfried Wilhelm Leibniz[1]
(1646-1716) ha denominado esta actitud como la de la razón perezosa:
«En
todo tiempo se han dejado llevar los hombres de un sofisma, que los antiguos
llamaban la razón perezosa, porque lleva a no hacer nada, o por lo menos a no
cuidarse de nada, y a seguir sólo la inclinación a los placeres del presente.
Porque -se decía- si el porvenir es necesario,
lo que debe suceder, sucederá, hágase lo que se quiera. Ahora bien; el porvenir
-se añadía- es necesario, ya porque la divinidad lo prevé todo, y hasta lo
preestablece de antemano al regir todas las cosas del universo».
El hombre del siglo XX, y hasta nuestros días,
no está muy lejos de esta actitud. Más de tres décadas de globalización, justificada ideológicamente por la filosofía neoliberal, ha caído en la
misma trampa que denuncia el filósofo alemán: el curso de los acontecimientos
sociales, de cualquier tipo que sean estos, están sometidos a dos reglas inviolables: las que determinan las
leyes de las ciencias sociales, semejantes a las leyes naturales, o las que
rigen el mundo global, las reglas de los poderosos. En ambos casos la posibilidad de incidir en
la toma de decisiones es nula. Entonces no sirve el preocuparse por el sentido,
el rumbo, las consecuencias de todo ello, pertenece a un ámbito pseudo-divino
habitado por dioses (terrenos o celestiales, lo mismo da). Aunque el supuesto
pragmatismo (o realismo, o practicidad) de este hombre de hoy no lo lleve a
preguntarse por nada de ello, sabe que es un terreno ajeno a sus posibilidades
y, por lo tanto a su voluntad.
Me parece que queda más claro ahora, el porqué
de la probable extrañeza de ese lector, al que le debo estas explicaciones. Recurro
a las célebres Tesis sobre Feuerbach de
Carlos Marx cuya número 11 afirmaba: «Los filósofos no han hecho más que
interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de
transformarlo». La última palabra es la clave de su tesis: hay que cambiar el
mundo, por una razón ampliamente compartida pero no asumida en todas sus
consecuencias. Sin temor a equivocarse mucho se puede decir que un amplísimo
sector de la población del planeta compartiría la afirmación de que este mundo
es injusto. Esta injusticia, sin embargo, se acepta como un cataclismo
meteorológico. Marx sostenía, hace un siglo y medio, que es una obligación de
todo aquel que comparte ese diagnóstico el proponerse modificarlo en la medida
en que esté a su alcance. Porque como dice el viejo aforismo chino: «Muchos
pequeños hombres, haciendo muchas pequeñas cosas, en muchos pequeños lugares,
cambiaron el mundo».
[1] Fue un filósofo, lógico, matemático, jurista, bibliotecario y político
alemán. Fue uno de los grandes pensadores de los siglos XVII y XVIII, y se le
reconoce como "El último genio universal".
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