Toda la ciencia del hombre como ser histórico-social
se apoya en un concepto de hombre que, en la mayoría de los casos, no está
explicitado y que indefectiblemente incide en sus conclusiones. Es decir, detrás de cada ciencia hay una
concepción antropológica. Sólo como ejemplos muy conocidos señalaré el denominado
egoísmo del hombre de Adam Smith o el
impulso biológico del hombre de
Sigmund Freud. En ambos hay una antropología implícita.
Sin embargo, para recuperar la esperanza y la
confianza en los intentos científicos, cabe afirmar que, si bien el hombre se
ha interrogado a sí mismo durante casi tres mil años, en nuestra tradición
occidental, sobre qué es él, sólo en este último siglo y medio ha estado en
condiciones de profundizar esta pregunta con resultados altamente positivos.
“El resultado de todos estos esfuerzos fue, antes de 1859, fundamentalmente deficiente,
puesto que una característica esencial de la
naturaleza humana —su origen evolutivo a partir de antepasados no humanos,
con todo lo que ello implica— aún no había sido descubierta”, afirma el
profesor de la Universidad de California, Francisco J. Ayala. Las dificultades
antes señaladas deben ir acompañadas de esta afirmación. Hoy estamos mejor que
nunca antes para emprender esta tarea, y esta es la razón que nos hace conscientes de los problemas.
Durante más veinte siglos, los pueblos que habitaban lo que hoy conocemos
como Europa tuvieron un trato más intenso con aquellos distantes y distintos de
ellos a los que se denominó, con cierto eufemismo, con una calificación llegada
hasta nosotros: los bárbaros. La sola
denominación “bárbaros” implica un alto grado de ambigüedad respecto a lo que
se intenta calificar con esa palabra. Un simple ejercicio, como el consultar un
diccionario, nos coloca ante los contenidos de esa palabra: “Dícese del
individuo de cualquiera de las hordas o pueblos que en el siglo V abatieron el
Imperio Romano/ fig. Cruel, fiero, feroz,
inculto, grosero, tosco, temerario, etc.” Está más que clara la sinonimia.
Pero, a partir del siglo XV, con el “Descubrimiento”, al entrar en contacto con
pueblos extracontinentales, se comenzó a
hablar de pueblos salvajes: “Natural
de aquellos países que no tienen cultura ni sistema alguno de gobierno/ Dícese
del hombre que vive en estado de naturaleza, en los bosques, sin morada fija, ni leyes, y es lo opuesto al hombre
civilizado/ Sumamente necio, terco,
zafio o tonto”, que tampoco merecen mayor comentario, porque las
definiciones lo dicen todo. En este modo de definir, queda expresado lo que nuestra cultura piensa de
ellos.
De parte de la Real Academia Española, la tarea
consistió en recoger los significados con que se utilizan las palabras,
consultar la literatura reciente para cotejar los usos de las palabras y
consultar a los especialistas de la lengua. En resumen, las ideas que nuestra
sociedad tiene de todo pueblo que no pertenezca a la civilización: “Conjunto de ideas, ciencias, artes o costumbres que
forman y caracterizan el estado social de un pueblo o una raza... como sinónimo
de cultura y opuesto a barbarie”. Analicemos detenidamente lo que acabamos de
leer. Dice que debemos entender por civilización los rasgos aquellos “que
forman y caracterizan el estado social de un pueblo o una raza”. Entonces, se
podría deducir de aquí, que es civilizado
cualquier pueblo que tenga artes y
costumbres. Las tienen todos los pueblos que habitaron y habitan la Tierra
en los últimos dos millones de años, como veremos algo más adelante. ¿En qué
sentido, entonces, es opuesto a la
barbarie?; ¿Cuáles serían los pueblos
bárbaros, de acuerdo con esta definición? Los que no tuvieran artes y costumbres. Costumbres han tenido todos los hombres, y sus
antecesores biológicos siempre, hasta los animales superiores tienen
costumbres, hábitos de conducta. Nos quedaría arte: sobre este tema podría decirse que los utensilios de piedra
del Paleolítico, con ciertas
reservas, que no contenían arte, pero las fabricaciones de los últimos 35.000
años muestran una pulida técnica y un gusto por trabajarlos de ciertos modos,
que no responden a razones utilitarias solamente, esto ya es evidente en las
pinturas rupestres o las vasijas pintadas del Neolítico.
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