lunes, 21 de julio de 2008

Delicias de ese paraíso

Las promesas de ingresar al primer mundo suponen que allá se está muy cerca del paraíso, o que ése es el paraíso terrenal. Pero ¿de qué paraíso hablamos? El del Occidente primer mundista sólo existe en la afiebrada imaginación de los publicistas, nada ingenua por cierto y muy mercenaria esa imaginación. Es cierto, en alguna medida, que en la opulencia del Norte la mayoría no muere de desnutrición, pero lo hace de exceso de colesterol; no tienen sed, pero el exceso de alcohol sigue aumentando los accidentes automovilísticos mortales; como ha aumentado el cáncer de pulmón. No todos los habitantes de las naciones ricas pueden "disfrutar del placer de sentirse ricos", ya que la lista de excluidos del banquete va creciendo, a esto se lo ha denominado el "cuarto mundo". Se aplican, cada vez más los ajustes empresariales para mejorar los balances aumentando así la renta de los accionistas. Veamos estadísticas:
«En la mayor potencia industrial, Estados Unidos, se estimaba en 1999, que un 13% de la población no llegaría a los 80 años; que el 20,7% era funcionalmente analfabeta, y que el porcentaje de estadounidenses que se encontraban por debajo del nivel de la pobreza era del 19,1%». En la otra punta de la escala «los privilegiados ciudadanos que disfrutan de ingresos estables pueden estrellarse con sus automóviles, machacar su salud con dietas de plástico, y asfixiarse en nuestras ciudades gracias a la perfecta máquina consumista». Se trabaja para poder lucir una tarjeta de crédito que le abre las puertas de acceso al "gran consumo". Por supuesto, no importa que sus necesidades materiales básicas (alimentos, ropa, vivienda) se encuentren cubiertas, y que sus necesidades afectivas estén cada día más empobrecidas (respeto a la persona, amistad); lo verdaderamente importante es gastar, comprar, consumir sin descanso, como ya hemos visto. Como dice Eduardo Galeano, «las cosas importan cada vez más y las personas cada vez menos, los fines han secuestrado a los medios: las cosas te compran, el automóvil te maneja, la computadora te programa, la TV te ve».
Pero el consumo sin freno tiene sus costos, una gran parte de lo que se compra se paga con jirones de vida. La experiencia que comentan aquellos analistas de marketing nos muestra que esa pequeña porción de la humanidad, cuya vida gira alrededor del consumismo, se encuentra con una existencia vacía cuyo único sentido se alcanza consumiendo. Trabajar para consumir, consumir para trabajar. La presión psicológica que implica este tipo de vida supone una pérdida creciente de la salud mental de las personas, y así lo reflejan las estadísticas. «La nación del mundo donde el consumismo alcanza sus más sofisticados refinamientos, los EEUU., es también la que padece la mayor cantidad de depresiones y trastornos psíquicos. Ese país, que cuenta con sólo el 5% de la población mundial, consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas legales que se venden en el mundo».
Los norteamericanos hacen encuestas para todo. Un estudio sobre necesidades y deseos de consumo realizado sobre esa población resulta ilustrativo al respecto. El número de personas entrevistadas que consideraban que tener una buena vida era disponer de una casa de vacaciones se incrementó, entre 1975 y 1991, en un 84%; los que pensaban que tener una buena vida era poder poseer una piscina, aumentó en un 36%; mientras que aquellos que creían que una buena vida era trabajar en un oficio o profesión interesante no aumentó, sino disminuyó. Los que creían que un matrimonio feliz equivalía a una buena vida disminuyó en un 8%; la mayoría de la gente piensa y actúa cada vez más según los mandatos de la publicidad y del mercado, y muy lejos de los dictados de la razón y los sentimientos.
La Comisión de Consumo de Ecologistas en Acción sostiene: «El consumismo no afecta únicamente a la escala de valores o a la salud mental de la humanidad, también afecta, y con una intensidad creciente, a su salud física». Bonito paraíso el del primer mundo.
(Esta nota es parte de un trabajo que se publicará en Trabajos académicos de esta página titulado “La esperanza como problema)

sábado, 19 de julio de 2008

El modelo de progreso prometido

Durante muchos años hemos oído hablar de entrar al primer mundo. Lo que daba a entender que no estábamos en "ese mundo". De allí se puede deducir, sin gran esfuerzo, que había más de un mundo, tal vez dos, tal vez más. Reflexionar sobre esta posibilidad de múltiples mundos nos lleva a tomar conciencia de la complejidad del orden social de estos tiempos y de la cantidad enorme de facetas que presenta. El pertenecer a un mundo está lejos de ser un tema geográfico o cósmico, está profundamente emparentado con las culturas, los proyectos de vida (individual y colectivos), la tabla de valores, los deseos, las ambiciones, las posibilidades de cada uno, y tantas otras cosas que se haría muy largo enumerarlas. Y queda aún otra posibilidad: ser un excluido del mundo, lo que nos colocaría en… (?), nos asusta pensarlo. De eso ya hablé.
A esta reflexión me fue llevando un comentario respecto de un libro que apareció a fines de los noventa, que analizaba el gasto del público norteamericano (y que obliga a pensar en lo que pasa entre nosotros): "Trading Up: The New American Luxury" (Gastar: el Nuevo Lujo Americano). En él se señala que el consumidor del norte está dispuesto, de manera creciente, a pagar más dinero (más, por encima de un precio ¡ya excesivo!) por lo que considera productos de marca. Los autores, Michael Silverstein y Neil Fiske, nos proponen un nuevo concepto "New Luxury" (algo así como el nuevo lujo) para comprender las conductas de aquellos consumidores que convierten el precio excesivo de un producto en un símbolo de pertenencia al "mundo de los ricos" (¡otro mundo más!). Comentan que los bienes costosos no excluyen ningún tipo de productos, desde lo suntuario hasta lo de uso cotidiano. «Una lavadora-secadora de una marca de prestigio se vende a más de 2.000 dólares, en comparación con las de las marcas convencionales que se venden al consumidor por unos 600 dólares». Nos recuerda aquella publicidad: «Caro, pero el mejor».
Los autores entrevistaron a numerosos consumidores que les aseguraron que «para ellos poseer una marca de mayor costo les hace sentirse más felices y mejores personas». Estos típicos analistas del marketing pueden comentar alborozados que «Estados Unidos está gastando, y esto es bueno tanto para los negocios como para la sociedad» y agregan «en los cincuenta años que llevamos escuchando a los consumidores, nunca hemos oído expresiones tan llenas de emoción sobre productos, que incluso los iniciados en la industria consideran vulgares y dignos de poca atención». En otros casos se trata de productos considerados comúnmente de lujo. «Las empresas de palos de golf de alta calidad han visto cómo una compañía se elevaba hasta la posición número uno en su rubro, cuando antes no estaba ni siquiera entre las 10 primeras. Un consumidor afirmó que había pagado 3.000 dólares por sus palos de golf, en lugar de los 1.000 dólares que cuestan unos palos convencionales, porque “me hacen sentirme rico”». ¡Pobre hombre!
Leamos: «¿A qué recurren los nuevos bienes de lujo para garantizar su éxito? Se observa que normalmente se basan en las emociones, y en que los consumidores tienen un lazo emocional más fuertes con ellos que con otros bienes. Esto difiere de los bienes de lujo de siempre, muy caros, basados principalmente en el status, la clase y la exclusividad. Además del factor emocional, los nuevos bienes de lujo deben marcar también diferencias en el diseño o la tecnología. Una vez que se convencen los consumidores de la superioridad de un producto y se forma un lazo emocional con él, están preparados para gastar en él una suma desproporcionada de sus ingresos. Esto se hace escatimando en otros gastos», lo que nos muestra que no es la clase más alta la que compra de este modo. Se ha logrado incorporar a las clases medias, consumo lujoso mediante, a ese escalón más alto: los ricos.

miércoles, 16 de julio de 2008

Antes el futuro significaba progreso

Coloco como título una afirmación de Nicolás Casullo que nos permite comenzar a pensar sobre los cambios que la décadas de los noventa aceleró y que nos fue presentada como una adecuación a las necesidades del mundo global. Era el paso necesario para no desengancharnos del “tren de la historia”. Una maquinaria propagandística puesta al servicio de este proyecto arrastró a muchos tras la idea de que nos estábamos incorporando al “primer mundo”, el mundo de los ricos. Por ello nuestros deseos de ser como ellos, de vivir como ellos, de consumir como ellos, nos colocaba en el camino del progreso indefinido. Ayudaba a esa esperanza la idea de progreso que el siglo XIX nos había legado. El progreso se medía en magnitudes de bienes materiales de los cuales podíamos disponer cada uno según sus disponibilidades de dinero.
Las diferencias en el acceso a esos bienes correspondían a las diferencias de las capacidades y de los esfuerzos que cada uno tuviera y pusiera en juego para su “realización personal”. De ello se desprendía que ese acceso posible estaba enmarcado en puertas individuales que darían entrada a esa realización personal. Pasó inadvertido para muchos, en los primeros momentos, que ese juego habría distintas posibilidades para los diversos sectores sociales: los mejores preparados y equipados podían aspirar a alcanzar sus premios correspondientes, pero quedaba un importante resto que pasaría a formar parte de los perdedores del juego.
El desarrollo de este proceso mostró que una masa de desocupados comenzaba a aparecer en la escena y que éstos no estaban dispuestos a captar callada y resignadamente su papel de derrotados. Comenzaron a ser vistos como los que pretendían arruinar la fiesta de los ganadores, los que amenazaban a los que tenían desde su desposesión que había comenzado con la pérdida de sus trabajos.
Casulla dice: «El hecho de que la sociedad cree tantos desclasados genera un espacio urbano peligroso que, simbólicamente, parece controlado por personas malignas de las cuales hay que protegerse. Y algo interesante para la Argentina: parte de esa protección está a cargo de policías privadas que no queda claro quiénes las controlan. Aquí aparece el rol del Estado en esta nueva sociedad: los servicios, por más que sean básicos como la seguridad, hay que pagarlos en forma particular. En un contexto tan amenazador de las condiciones de vida, lo primero que entra en crisis son las actitudes solidarias. Reaparece, en cambio, una inmediata actitud de búsqueda de seguridad. Acá no es cuestión de culpar a una persona individual sino a una cultura que no ofrece ni material ni ideológicamente una forma de vida apacible. Hay que subrayar, sin embargo, que este tipo de convivencia no sólo le quita espiritualidad a cada hombre sino que también complica la comunicación con el otro: se entierra la comprensión, resurge la desconfianza».
La idea de que el progreso solucionaría todo y de que la prosperidad daría lugar a un mundo feliz se vio comprometida por la comprobación de que esas promesas no era para todos, sólo incluía los ganadores y dejaba a un costado del camino al resto. Sin embargo, cuesta comprender hoy como se pudo percibir que toda competencia supone siempre ese resultado, que no existe la competencia en la que todos ganen. El progreso de algunos se fue tiñendo de miedo a perder lo conquistado, el futuro dejaba de significar progreso.

martes, 8 de julio de 2008

Los que oscurecieron el futuro

Los ochenta y los noventa fueron un escenario que intentó convencernos de que era necesario modificar ciertas instituciones que impedían el desarrollo económico y, por tanto, el bienestar de los pueblos. Ello imponía una reforma o una sustitución de las trabas que se interponían en ese camino. La institución predilecta fue el Estado Nacional, y todos los que lo acompañaban, porque su inutilidad había quedado demostrada, según esos criterios. Se puso al servicio de este proyecto un aparato publicitario que abarcó a todos los medios de comunicación, con excepcionalísimas situaciones, para convencernos de las bondades de los nuevos tiempos. La riqueza que llenaría las copas de la abundancia derramaría oportunidades para todos.
Las copas demostraron ser un agujero negro que se tragó todo. Nada salpicó al resto de los mortales y, por el contrario la exclusión incorporó año tras año, una mayor cantidad de hambrientos que fue arrojada a los márgenes del sistema. Hay ejemplos que iluminan como funciona este mundo globalizado de cada vez menos ricos más ricos y más pobres más pobres. Cualquier empresa trasnacional decide desplazar una fábrica porque consigue mano de obra más barata o mejores condiciones de producción en otra región. Esto acarrea mayor desocupación en el lugar donde estaba radicada. Pero el problema de esos obreros nuevos desempleados no es medida de nada, no se piensa la decisión en función de ellos. Los hombres de la economía no piensan en la gente concreta de su país sino en cómo adaptarse mejor a los dictados de las políticas de la burocracia financiera internacional. La eficiencia del número desplaza al hombre del centro de la escena. La Razón técnica (el mayor lucro posible) ofrece argumentos sólidos que sustentan la decisión.
Durante siglos imperó la sociedad del trabajo donde una persona podía ser analfabeta, mal paga, pobrísima pero tenía su ubicación social como campesino o como obrero no calificado. “Debe trabajar el hombre para ganarse su pan”, pero esto estaba dicho contra los que no querían trabajar habiendo trabajo. Ahora eso ya no sucede más y se abren descorazonadores interrogantes para el futuro. Aparecen interrogantes desoladores: «¿Cómo se construye un país que necesita apenas de un porcentaje de su gente? Hay cifras alarmantes: en Alemania pronostican que en quince años habrá 38 % menos de trabajadores industriales y en los Estados Unidos piensan que en 25 años el 40 % de los estudiantes universitarios no va a tener empleo cuando se reciba».
Estos datos, presentados por el investigador francés André Gorz, plantean no sólo la falta de empleo sino el deterioro de la identidad. Un trabajador, sea un tornero o un médico, se integran a la comunidad a partir de su lugar de producción, de sus saberes y de sus rutinas. Ahora empiezan a quedar desclasados, arrojadazos a esa categoría de los marginados no necesarios. Esa categoría es utilizada por la prédica de muchos medios de comunicación para aterrorizarnos con la inseguridad social. Si en el norte el terrorismo musulmán genera pánico, entre nosotros la inseguridad callejera nos recluye dentro de nuestros hogares. Todos aquellos que todavía tienen algo para perder se atrincheran para protegerse de los que atentan contra esa propiedad. Sin pensar que antes muchos de nosotros fuimos cómplices por interés, por ignorancia, por comodidad, por desentendimiento, del despojo a que fueron sometidos todos los que hoy parecen amenazarnos.
Podríamos pensar que tal vez, sin darnos cuenta, el futuro no se volvió oscuro de pronto, sino que nuestras actitudes individualistas no nos permitieron comprender que los que estaban corriendo el telón que lo iba a ocultar también nos estaban amenazando a todos nosotros. Esos pocos que hoy figuran en las listas de los más ricos del mundo aparecieron como ideales posibles en la educación que dimos a nuestros hijos.

viernes, 4 de julio de 2008

La oscuridad del futuro

Nuestras generaciones, me refiero a los nacidos ante de los sesenta, mira el panorama de la juventud de hoy y, muchas veces sin mayor reflexión sobre el tema, juzga con mucha dureza a los jóvenes actuales. Debemos comprender que esta categoría es muy laxa y ha estirado sus límites hacia arriba y hacia abajo, pero podríamos acordar que abarca a quienes están entre los trece, catorce años, hasta los que están llegando a los cuarenta (pido perdón a los que quedaron fuera de ella). Hay un clima bastante generalizado que domina en la mayoría de ellos que puede ser caracterizado por el descreimiento, el escepticismo, la desorientación ante el mundo de hoy, la perplejidad ante la incerteza del futuro.
Los que hemos quedado fuera por exceso de la categoría mencionada tenemos serias dificultades para comprender lo que ha pasado. Un recurso muy habitual es refugiarnos en un pasado dorado del cual extraemos una lista de los valores imperantes en él, con una carga de idealización comprensible, pero no por ello aceptable. Si bien se puede admitir que nos tocó vivir una niñez y una juventud amparada por un mundo mucho más estable, que permitía pensar en un futuro programable, iluminado por los procesos de descolonización de posguerra que prometían un mundo liberado. Dentro de este clima cultural refulgían las utopías que nos hablaban de una humanidad unida por los lazos de la fraternidad universal.
La violencia de los sesenta y setenta, que fue respondida por una brutalidad organizada desde el Estado, cerró las puertas del supuesto paraíso dorado. Decía Nicolás Casullo tiempo atrás: «Hace ya veinte años, el pensador inglés Raymond Williams intuyó este proceso y habló de la oscuridad del futuro. Para él esta frase no tiene un significado negativo sino más bien de desconocimiento, de incapacidad de saber qué va a suceder. Durante más de dos siglos la humanidad vivió una etapa que se caracterizó por la idea de progreso. La ciencia, la industria, la educación masiva, la democratización del poder eran pilares que indicaban evolución positiva. Pero ahora, por primera vez, estamos ante un mundo que se maneja por ideologías no centradas en el hombre y esto genera una incertidumbre que contamina el futuro».
Señaló una transformación operada dentro del imaginario social por la cual el humanismo moderno fue sustituido por conceptos técnicos. Lo expresa así: «El ser humano siempre construyó teorías que dieran sentido al mundo y brindaran una razón para existir. Durante mucho tiempo se privilegió la lógica religiosa: la felicidad y salvación última de cada persona estaba ligada a la obediencia de los preceptos divinos. La fe en algo superior y la lucha por esos ideales daban lógica a la vida». Esto no debe entenderse como un intento de volver a un pasado irrecuperable y no tan maravilloso como los amantes nostalgiosos de los viejos tiempo creen que fue.
La modernidad colocó en el centro de la escena a la Diosa Razón que suplantó al Dios judeo-cristiano, pero conservó gran parte de sus atributos. Esta Razón se propuso saberlo todo, explicarlo todo y transformar todo. Un progreso indefinido era esperable en los siglos venideros. Dos terribles guerras mundiales inauguraron el siglo XX y una experiencia extrema de extermino humano sistemático nos depositó en la segunda mitad de ese siglo. El paraíso dorado fue sustituido por una exclusión que avanza sin temblar ante el dolor que genera. La Diosa Razón se transmutó en Razón Técnica, la eficiencia desplazó a la piedad por el necesitado. «El problema no sólo se centra en la exclusión sino en que no existe idea de cómo combatirla. En cambio, hay temas como la productividad que se convirtieron en los nuevos pilares de la sociedad, más allá de los efectos que puedan causar en el hombre. (Continuará)

martes, 1 de julio de 2008

Las palabras del profeta

En las investigaciones que realizaba se encontró con algunas verdades que saltaron frente a sus ojos: «Computé los elementos primordiales de la colectividad y verifiqué con asombro inenarrable que todos los órdenes de la economía argentina obedecían a directivas extranjeras, sobre todo inglesas, ferrocarriles, tranvías, teléfonos y por lo menos el cincuenta por ciento del capital de los establecimientos industriales y comerciales es de propiedad de extranjeros, en su mayor parte ingleses. Esto explica por qué en un pueblo exportador de materias alimenticias puede haber hambre: ha comenzado a haber hambre. Es que ya al nacer el trigo y el ternero no son de quien los sembró o crió, sino del acreedor hipotecario, del prestamista que adelantó los fondos, del banquero que dio un préstamo al Estado, del ferrocarril, del frigorífico, de las empresas navieras… de todos menos de él».
Las viejas fábulas terminaban diciendo: «cambiando lo que hay que cambiar, la fábula habla de ti». Esta descripción de la situación Argentina, si bien décadas después había cambiado profundamente, y él pudo comprobarlo, no alcanzó a ver su repetición en la década de los noventa, porque había fallecido muy joven en 1959. A partir de ese tiempo volvía a ser realidad lo que había descubierto. Cuando descubre todo esto se da cuenta que el diario La Nación, donde trabaja, no le va a publicar nada de lo que quiere comunicar de sus investigaciones. Porque «todo lo que dentro del cuerpo social argentino significa fuerza organizada: la oligarquía, el periodismo, la inteligencia universitaria y las miles de ramificaciones en que se diversifica» está en contra de lo que quiere escribir. El panorama de hoy no es muy diferente. Dice «Se abría una perspectiva de extrema soledad: una lucha tremenda nada más que para expresarse. Sabían que me cerrarían todas las tribunas literarias, periodísticas y políticas… sería una especie de judío errante y podía considerarme muy feliz si evitaba que el sarcasmo no me hundiese para siempre al primer amago de revelación».
Ante lo que le esperaba «tomé la decisión y me suicidé. Me suicidé para mí mimo y quedé convertido en puro espíritu. Mis debilidades corporales habían sido abatidas para siempre. Ese es el secreto de mi constancia. Por eso no hay derrota que pueda desalentarme». Porque para vivir la vida del rebelde había que estar dispuesto al sacrificio de las mínimas comodidades burguesas. «Pensaba yo: por lo tanto, para vivir esa vida es indispensable matar todo lo que es ajeno a esa misma vida: la lucha de posiciones, la conquista del éxito y su mantenimiento, la pequeña vanidad, la pequeña codicia, el pequeño engreimiento… es como suicidarse».
Esta declaración de Scalabrini nos permite comprender por qué, tanto antes como ahora, les es tan difícil a los intelectuales colocarse del lado de la causa del pueblo. Esto implica una renuncia nada fácil de pensar y menos de hacer. En un reportaje que le hace Noticias gráficas, sobre el tema de la ley de propiedad intelectual dice: «No es cosa de sorprenderse demasiado por esta ley que entrega al editor extranjero la selección de nuestras fuentes de información. Ya hemos entregado las vías de comunicación terrestres y fluviales y el monopolio del comercio de granos y de la industria de la carne. Todo está aquí bajo el dominio extranjero». ¿Es muy diferente hoy? Para poder decir esto ha tenido que “suicidarse” a la vida que podía haber tenido.