En las investigaciones que realizaba se encontró con algunas verdades que saltaron frente a sus ojos: «Computé los elementos primordiales de la colectividad y verifiqué con asombro inenarrable que todos los órdenes de la economía argentina obedecían a directivas extranjeras, sobre todo inglesas, ferrocarriles, tranvías, teléfonos y por lo menos el cincuenta por ciento del capital de los establecimientos industriales y comerciales es de propiedad de extranjeros, en su mayor parte ingleses. Esto explica por qué en un pueblo exportador de materias alimenticias puede haber hambre: ha comenzado a haber hambre. Es que ya al nacer el trigo y el ternero no son de quien los sembró o crió, sino del acreedor hipotecario, del prestamista que adelantó los fondos, del banquero que dio un préstamo al Estado, del ferrocarril, del frigorífico, de las empresas navieras… de todos menos de él».
Las viejas fábulas terminaban diciendo: «cambiando lo que hay que cambiar, la fábula habla de ti». Esta descripción de la situación Argentina, si bien décadas después había cambiado profundamente, y él pudo comprobarlo, no alcanzó a ver su repetición en la década de los noventa, porque había fallecido muy joven en 1959. A partir de ese tiempo volvía a ser realidad lo que había descubierto. Cuando descubre todo esto se da cuenta que el diario La Nación, donde trabaja, no le va a publicar nada de lo que quiere comunicar de sus investigaciones. Porque «todo lo que dentro del cuerpo social argentino significa fuerza organizada: la oligarquía, el periodismo, la inteligencia universitaria y las miles de ramificaciones en que se diversifica» está en contra de lo que quiere escribir. El panorama de hoy no es muy diferente. Dice «Se abría una perspectiva de extrema soledad: una lucha tremenda nada más que para expresarse. Sabían que me cerrarían todas las tribunas literarias, periodísticas y políticas… sería una especie de judío errante y podía considerarme muy feliz si evitaba que el sarcasmo no me hundiese para siempre al primer amago de revelación».
Ante lo que le esperaba «tomé la decisión y me suicidé. Me suicidé para mí mimo y quedé convertido en puro espíritu. Mis debilidades corporales habían sido abatidas para siempre. Ese es el secreto de mi constancia. Por eso no hay derrota que pueda desalentarme». Porque para vivir la vida del rebelde había que estar dispuesto al sacrificio de las mínimas comodidades burguesas. «Pensaba yo: por lo tanto, para vivir esa vida es indispensable matar todo lo que es ajeno a esa misma vida: la lucha de posiciones, la conquista del éxito y su mantenimiento, la pequeña vanidad, la pequeña codicia, el pequeño engreimiento… es como suicidarse».
Esta declaración de Scalabrini nos permite comprender por qué, tanto antes como ahora, les es tan difícil a los intelectuales colocarse del lado de la causa del pueblo. Esto implica una renuncia nada fácil de pensar y menos de hacer. En un reportaje que le hace Noticias gráficas, sobre el tema de la ley de propiedad intelectual dice: «No es cosa de sorprenderse demasiado por esta ley que entrega al editor extranjero la selección de nuestras fuentes de información. Ya hemos entregado las vías de comunicación terrestres y fluviales y el monopolio del comercio de granos y de la industria de la carne. Todo está aquí bajo el dominio extranjero». ¿Es muy diferente hoy? Para poder decir esto ha tenido que “suicidarse” a la vida que podía haber tenido.
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