Hay hombres que tienen la capacidad de comprender el mundo en que viven con una profundidad tal que les permite pronosticar lo que sucederá, de no cambiar algo. Tienen ese algo que tiene el profeta, una habilidad especial para escudriñar en los tiempos que vienen. La palabra profecía ha adquirido, por una mala comprensión de su etimología, un sentido adivinatorio (pro = delante o hacia adelante; femi = el que habla: profeta es el que habla delante de la gente y se refiere a los tiempos por venir). El profeta no adivina, intuye, deduce de las conductas humanas los caminos que esperan a los que se comportan de ciertos modos. Por ello el profeta no habla de lo natural ni de lo cósmico, habla de lo humano.
Hace poco se han cumplido 49 años de la desaparición de un hombre que reunía estas características. Nacido en 1898, pasó su niñez en tiempos del centenario, gobierno de los conservadores, fraude descarado, mucha riqueza en pocas manos y miseria para la mayor parte de los hombres de nuestra patria. Las razones de tanta injusticia le preocupó siempre y su vida fue una búsqueda incesante para encontrar una explicación para un país que se lo llamaba el granero del mundo y en el que una gran parte de su población era muy pobre. Se dedicó al periodismo y a la investigación social, política y económica. Su pluma aguda le permitió ganar cierto prestigio en los salones literarios. En su búsqueda llego a una primera síntesis que desarrollo en El hombre que está solo y espera, con él ganó en consideración y buena respuesta de público a sus treinta años.
La crisis de Wall Street llegaba hasta nuestras tierras y la miseria, la desocupación, el hambre, se habían acentuado. Entonces cambia de rumbo y desde las meditaciones metafísicas se pasa a la investigación política y económica. Dice «Sonreí, luego, de mis ingenuidades cuando percibí que la razón de nuestra incapacidad era más presente y concreta. Así entré al estudio de los constituyentes económicos de mi país, no porque la economía y su cotización de materialidades me atrajera particularmente, sino porque no es posible la existencia de un espíritu sin cuerpo y la economía es la técnica de la auscultación de los pueblos enfermos».
Esa investigación lo llevó a la convicción de que «No hay posibilidad de un espíritu nacional en una colectividad cuyos lazos económicos no están trenzados en un destino común. Así enfocada, la economía se confunde con la realidad misma». Descubre que todo lo que le habían enseñado era “una mentira descomunal”, que «todo lo que nos rodea es falso e irreal, falsa la historia que nos enseñaron, falsas las perspectivas mundiales que nos presentan, falsas las disyuntivas políticas que nos ofrecen, irreales las libertades que los textos aseguran».
Esa Argentina de hace casi ochenta años ha cambiado en parte, pero siguen muchas de las falsedades que nos contaron. Si bien algo se ha hecho y algo se está haciendo, las palabras de Raúl Scalabrini Ortiz vuelven hoy como un eco del pasado reclamando el cumplimiento de programas que están todavía pendientes. Parte de lo que escribió se podría volver a publicar como crónica de este presente todavía irredento
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