Nuestras generaciones, me refiero a los nacidos ante de los sesenta, mira el panorama de la juventud de hoy y, muchas veces sin mayor reflexión sobre el tema, juzga con mucha dureza a los jóvenes actuales. Debemos comprender que esta categoría es muy laxa y ha estirado sus límites hacia arriba y hacia abajo, pero podríamos acordar que abarca a quienes están entre los trece, catorce años, hasta los que están llegando a los cuarenta (pido perdón a los que quedaron fuera de ella). Hay un clima bastante generalizado que domina en la mayoría de ellos que puede ser caracterizado por el descreimiento, el escepticismo, la desorientación ante el mundo de hoy, la perplejidad ante la incerteza del futuro.
Los que hemos quedado fuera por exceso de la categoría mencionada tenemos serias dificultades para comprender lo que ha pasado. Un recurso muy habitual es refugiarnos en un pasado dorado del cual extraemos una lista de los valores imperantes en él, con una carga de idealización comprensible, pero no por ello aceptable. Si bien se puede admitir que nos tocó vivir una niñez y una juventud amparada por un mundo mucho más estable, que permitía pensar en un futuro programable, iluminado por los procesos de descolonización de posguerra que prometían un mundo liberado. Dentro de este clima cultural refulgían las utopías que nos hablaban de una humanidad unida por los lazos de la fraternidad universal.
La violencia de los sesenta y setenta, que fue respondida por una brutalidad organizada desde el Estado, cerró las puertas del supuesto paraíso dorado. Decía Nicolás Casullo tiempo atrás: «Hace ya veinte años, el pensador inglés Raymond Williams intuyó este proceso y habló de la oscuridad del futuro. Para él esta frase no tiene un significado negativo sino más bien de desconocimiento, de incapacidad de saber qué va a suceder. Durante más de dos siglos la humanidad vivió una etapa que se caracterizó por la idea de progreso. La ciencia, la industria, la educación masiva, la democratización del poder eran pilares que indicaban evolución positiva. Pero ahora, por primera vez, estamos ante un mundo que se maneja por ideologías no centradas en el hombre y esto genera una incertidumbre que contamina el futuro».
Señaló una transformación operada dentro del imaginario social por la cual el humanismo moderno fue sustituido por conceptos técnicos. Lo expresa así: «El ser humano siempre construyó teorías que dieran sentido al mundo y brindaran una razón para existir. Durante mucho tiempo se privilegió la lógica religiosa: la felicidad y salvación última de cada persona estaba ligada a la obediencia de los preceptos divinos. La fe en algo superior y la lucha por esos ideales daban lógica a la vida». Esto no debe entenderse como un intento de volver a un pasado irrecuperable y no tan maravilloso como los amantes nostalgiosos de los viejos tiempo creen que fue.
La modernidad colocó en el centro de la escena a la Diosa Razón que suplantó al Dios judeo-cristiano, pero conservó gran parte de sus atributos. Esta Razón se propuso saberlo todo, explicarlo todo y transformar todo. Un progreso indefinido era esperable en los siglos venideros. Dos terribles guerras mundiales inauguraron el siglo XX y una experiencia extrema de extermino humano sistemático nos depositó en la segunda mitad de ese siglo. El paraíso dorado fue sustituido por una exclusión que avanza sin temblar ante el dolor que genera. La Diosa Razón se transmutó en Razón Técnica, la eficiencia desplazó a la piedad por el necesitado. «El problema no sólo se centra en la exclusión sino en que no existe idea de cómo combatirla. En cambio, hay temas como la productividad que se convirtieron en los nuevos pilares de la sociedad, más allá de los efectos que puedan causar en el hombre. (Continuará)
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