La idea de la hora es la de reconstrucción. Ésta debe comenzar por las decisiones para la inclusión de los más desposeídos, y aquí esta palabra adquiere todo el peso de su significado. Si bien no se puede afirmar que hayamos tenido un pasado de esplendor, algo así como una edad dorada (dejamos esa añoranza a los melancólicos nacionalistas oligárquicos de la “organización nacional”), sí se puede sostener que la riqueza que producía la Argentina era distribuida con una mayor atención de las necesidades de los más desfavorecidos. Tal vez, esa distribución haya mostrado su punto culminante en la década del setenta, como lo registran las estadísticas, al alcanzar un nivel de 50% para el capital y 50% para el trabajo.
Debe recordarse también que, en aquella época, las clases populares se hallaban todavía protegidas por un estado benefactor, aunque bastante debilitado pero no por ello menos denostado por las corrientes liberales del pensamiento económico. Éste garantizaba, junto a una distribución más justa de la riqueza, la prestación de los servicios básicos que aseguraban el desarrollo integral para todos. Con una preferencia por aquellos que no contaban con medios suficientes. Así se aseguraba una educación gratuita, en el más amplio sentido de la palabra en todos los niveles, por lo cual aparecía como posible el ascenso social de los más pobres y la igualdad de oportunidades. La salud pública mediante un sistema que, extendido a lo largo de todo el territorio de la nación, cumplía con la protección de la salud corporal y psíquica para todos. Una legislación laboral que respaldaba los derechos de los trabajadores y mediaba en los conflictos entre el capital y el trabajo. La defensa de la cultura nacional que apuntaba a la preservación de la salud espiritual de la nación, de sus tradiciones, de sus manifestaciones culturales de todas las regiones, para consolidar el modelo nacional para todos sus habitantes, sin que esto supusiera una xenofobia excluyente.
No debe olvidarse que todos estos logros no fueron el fruto repentino de un solo gobierno, sin olvidar que hubo una época excepcional, sino el resultado de sucesivos gobiernos que, aunque contradictoriamente, fueron colocando las capas de ladrillos que fueron construyendo el proyecto de una nación justa, libre y soberana. Tampoco se debe creer que esos logros fueron perfectos y que no hubo en esos tiempos abusos y corrupciones (el paraíso no es terrenal). Salvo momentos de extravío político, desde los albores de nuestra emancipación, el proyecto de una nación para todos estuvo siempre presente en la conciencia de los argentinos.
En esos momentos de extravío, con mayor o menor fuerza, aparecieron los intentos de desviar ese destino de nación. Se hicieron manifiestos los intereses sectoriales que pretendían una nación para pocos. Las corrientes oligárquicas nunca desaparecieron y, aunque tuvieron épocas de sueños letárgicos, se mantuvieron agazapadas a la espera de oportunidades propicias para sus propósitos. Puedo atreverme a señalar, con riesgo de ser injusto, que en el siglo XX la década del treinta, los años de la pretendida Revolución Libertadora, (que nunca aclaró que quería liberar), la posterior Revolución Argentina que comenzó a abrir las puertas a la intromisión extranjera, y finalmente el Proceso de (Des)-Organización Nacional que consolidó para su posteridad el predominio del capital financiero internacional, han sido años perdidos de nuestra historia.
Si se habla de hacer arqueología de la Historia es para revisar las causas de nuestros olvidos, recurrir a la memoria es un modo constructivo para no dejarnos arrastrar por caminos de dolor y de exclusión. Entonces, debemos preguntarnos ahora qué es lo que se está discutiendo. Creo que radica allí la llave que nos permitirá abrir la puerta del un futuro mejor.
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