Coloco como título una afirmación de Nicolás Casullo que nos permite comenzar a pensar sobre los cambios que la décadas de los noventa aceleró y que nos fue presentada como una adecuación a las necesidades del mundo global. Era el paso necesario para no desengancharnos del “tren de la historia”. Una maquinaria propagandística puesta al servicio de este proyecto arrastró a muchos tras la idea de que nos estábamos incorporando al “primer mundo”, el mundo de los ricos. Por ello nuestros deseos de ser como ellos, de vivir como ellos, de consumir como ellos, nos colocaba en el camino del progreso indefinido. Ayudaba a esa esperanza la idea de progreso que el siglo XIX nos había legado. El progreso se medía en magnitudes de bienes materiales de los cuales podíamos disponer cada uno según sus disponibilidades de dinero.
Las diferencias en el acceso a esos bienes correspondían a las diferencias de las capacidades y de los esfuerzos que cada uno tuviera y pusiera en juego para su “realización personal”. De ello se desprendía que ese acceso posible estaba enmarcado en puertas individuales que darían entrada a esa realización personal. Pasó inadvertido para muchos, en los primeros momentos, que ese juego habría distintas posibilidades para los diversos sectores sociales: los mejores preparados y equipados podían aspirar a alcanzar sus premios correspondientes, pero quedaba un importante resto que pasaría a formar parte de los perdedores del juego.
El desarrollo de este proceso mostró que una masa de desocupados comenzaba a aparecer en la escena y que éstos no estaban dispuestos a captar callada y resignadamente su papel de derrotados. Comenzaron a ser vistos como los que pretendían arruinar la fiesta de los ganadores, los que amenazaban a los que tenían desde su desposesión que había comenzado con la pérdida de sus trabajos.
Casulla dice: «El hecho de que la sociedad cree tantos desclasados genera un espacio urbano peligroso que, simbólicamente, parece controlado por personas malignas de las cuales hay que protegerse. Y algo interesante para la Argentina: parte de esa protección está a cargo de policías privadas que no queda claro quiénes las controlan. Aquí aparece el rol del Estado en esta nueva sociedad: los servicios, por más que sean básicos como la seguridad, hay que pagarlos en forma particular. En un contexto tan amenazador de las condiciones de vida, lo primero que entra en crisis son las actitudes solidarias. Reaparece, en cambio, una inmediata actitud de búsqueda de seguridad. Acá no es cuestión de culpar a una persona individual sino a una cultura que no ofrece ni material ni ideológicamente una forma de vida apacible. Hay que subrayar, sin embargo, que este tipo de convivencia no sólo le quita espiritualidad a cada hombre sino que también complica la comunicación con el otro: se entierra la comprensión, resurge la desconfianza».
La idea de que el progreso solucionaría todo y de que la prosperidad daría lugar a un mundo feliz se vio comprometida por la comprobación de que esas promesas no era para todos, sólo incluía los ganadores y dejaba a un costado del camino al resto. Sin embargo, cuesta comprender hoy como se pudo percibir que toda competencia supone siempre ese resultado, que no existe la competencia en la que todos ganen. El progreso de algunos se fue tiñendo de miedo a perder lo conquistado, el futuro dejaba de significar progreso.
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1 comentario:
el dilema es entonces cómo salir de la sociedad de consumo , no ricardo? abrazo
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