Hay paradojas de la doctrina del mercado nada fácil de comprender y más difícil aún de aceptar que haya funcionado durante mucho tiempo como definición teórica de la economía ortodoxa. Si la ortodoxia es el correcto pensar debe haber una referencia a algún principio rector al cual ceñirse. Se podría afirmar que el fundamento último lo podemos encontrar en el padre de todo ello, el teólogo-economista Adam Smith, a partir de quien se sostuvo que poco importaba como se fuera pertrechado al mercado a “maximizar sus posibilidades de lucro” porque en el enfrentamiento de las codicias particulares la “mano invisible” equilibraría el resultado. Por ello, el egoísmo particular ser vería neutralizado en la puja de los egoísmos contrapuestos.
No es, entonces, una premisa necesaria en este juego la ética personal, no se contaba con ella. La autorregulación se concebía como un mecanismo automático que superaba las intenciones particulares (de cualquier tipo) que se enfrentaran en el juego de la oferta y la demanda. Puede aceptarse, con una gran esfuerzo y con bastante ingenuidad, que en un mercado pequeño en el que el juego se presentara entre muchos pequeños actores, oferentes y demandantes, como podría haber sido el mercado inglés de fines del siglo XVIII que observó Smith, que ése fuera el resultado observado. Pero el desarrollo de la gran industria y de las instituciones financieras durante el siglo XIX, que debió atender un mercado internacional como fruto de las conquistas imperiales, con la concentración empresaria que ya había empezado, no dejó lugar para esos juegos infantiles.
Esta ampliación del mercado fue acompañada por el crecimiento organizativo de las empresas internacionales, el ingreso de una jerarquía profesionalizada a la conducción de ellas, que nos permite comprender las contradicciones que hoy se perciben entre el interés de los ejecutivos (los CEOSs de hoy) cuyo dinero se consigue en los negocios de corto plazo y el interés de las empresas de permanecer en el tiempo y pensar sus estrategias en las utilidades de plazo más largo. «Si uno o varios ejecutivos pueden realizar una operación que les reporte beneficios equivalentes al salario de varios años de trabajo, no van a abstenerse de hacerlo por salvaguardar la buena imagen de su empresa. Máxime cuando los contratos blindados y la ausencia de mecanismos jurídicos para exigir responsabilidades a las agencias por sus calificaciones, les aseguran un alto grado de impunidad. Por otro lado, el código de conducta, como cualquier otra norma, puede violarse de forma clandestina, sin que los otros operadores se enteren (o con la complicidad de algunos de ellos) y, por tanto, sin que actúen los “incentivos de mercado” a modo de sanción».
El mercado internacional de debe contar con el poder enorme que ejercen prácticamente sólo dos empresas, sobrevivientes hasta hoy del tsunami: Standard & Poor’s y Moody’s Investors Service. Un poder casi divino (omnipotente y omnipresente) del que dependen los ahorros o las pensiones de muchas personas y la suerte económica de muchos países. Un poder que no debe someterse a ninguna instancia superior a ellas, salvo delito flagrante y siempre haya jueces capaces de investigar. Este es el centro del problema actual y el tema que todavía no ha sido expresado por los actores políticos como voluntad de comenzar realmente una nueva etapa de la organización de las instituciones internacionales, sometidas a algún tipo de control público y democrático.
Sin embargo, no hay que depositar demasiadas esperanzas en ello, todo va indicando que la cosmética es el arte preferido para la solución de este problema: se prefiere una Mirta Legrand maquillada y con muchas operaciones que una joven vital, llenas de ganas de vivir honestamente, y ponerse al servicio de los más. La primera es mucho más fácil de convencer de callar y acomodarse a algunas “desprolijidades”, como se prefiere decir hoy con lenguaje cínico. Tal vez haya que esperar un cataclismo más fuerte que ya no admita parches parciales.
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