Hemos recibido de la tradición liberal republicana la idea de la necesidad del control sobre el poder. El Barón de Montesquieu (1689-1755) ha meditado al respecto y nos ha legado un libro básico para entender este problema, El espíritu de las leyes, de 1748, en el que se puede advertir su admiración por la experiencia liberal de Inglaterra y su Revolución gloriosa de 1688, sobre la cual sostiene sus reflexiones.
La experiencia de siglos de dominación despótica de la monarquía absoluta obligaba a pensar en la necesidad de recortar el poder concentrado. Dice John Locke (1632-1704) en el Ensayo sobre el gobierno civil”, de 1690: «De ello resulta evidente que la monarquía es en realidad incompatible con la sociedad civil, y por lo mismo no puede en modo alguno ser una forma de gobierno civil». Ello desembocó en su propuesta de un gobierno civil cuyo poder se equilibrara mediante la división entre tres formas del poder.
La presencia de la prensa durante la Revolución francesa de 1789 inspiró a Edmund Burke (1729-1797) que le adjudicó la función de un cuarto poder, dando con ella una prueba casi profética de agudeza política, ya que en aquel momento la prensa no había logrado, ni siquiera en Inglaterra, el extraordinario poder que alcanzaría más tarde en todos los países occidentales. Es decir que, si bien los tres poderes lograban, en un juego de mutuo control, transparentar las decisiones políticas, agregar este cuarto poder ponía en manos de los ciudadanos la capacidad de denuncia sobre posibles desvíos de su misión original.
Esta breve introducción tiene por objeto revisar las ideas contenidas en esa herencia ideológica para contraponerla con las prácticas que los medios de comunicación de masas han mostrado durante el siglo XX y, sobre, todo en su segunda mitad. De aquella prensa del siglo XIX —con historias heroicas de denuncia y lucha contra los abusos del poder y sus corrupciones—, que se sostenía con muchas dificultades por el apoyo de sus lectores, se fue pasando paulatinamente a una concentración en manos de cada vez menos dueños, por regla general grupos empresariales poderosos, como ya hemos visto en notas anteriores.
El prestigioso profesor del MIT, a quien he citado en estas páginas en muchas oportunidades, decía en 1979: «… en relación a problemas fundamentales, los medios de masas en los Estados Unidos —a los cuales nos referiremos como la “Prensa Libre”— funcionan en buena medida como un sistema de propaganda, controlado por el Estado... ». Advierte al respecto sobre lo que estaba sucediendo en su país, pero que se estaba transformando en una metodología internacional.
El filósofo alemán Franz Hinkelammert, refiriéndose a América Latina corrobora este tipo de funcionamiento, pero con una diferencia fundamental: «Efectivamente, los medios de comunicación de masas de nuestros países escriben como si hubiera censura, aunque no la hay. Pero para escribir como si hubiera censura, debe haber un control de los medios de comunicación que no es ejercido por el Estado. Pero alguien controla. Para todos, es evidente que los medios de comunicación están sumamente controlados, no solamente en EE. UU., sino igualmente en América Latina». La diferencia es que estos medios están al servicio del poder, pero ahora este poder ya no está en el gobierno, sino en grupos económicos muy poderosos.
Debemos prestar atención a esa mutación del poder, porque radica allí el problema que vengo analizando. Estos medios de comunicación se siguen presentando ante la opinión pública como el “cuarto poder”, al lado de los poderes clásicos el poder ejecutivo, el legislativo y judicial, estos tres son poderes controlados, por lo menos indirectamente y a veces de forma muy diluida, por los mecanismos democráticos de la sociedad. Pero, además, este cuarto poder, que pretende controlar al Estado —y así lo hace, aunque al servicio de intereses ocultos—, no admite ningún control de parte de él, amparándose en la “libertad de prensa”.
A diferencia de los otros poderes, este cuarto poder no admite control de ninguna naturaleza. Se presenta como un poder omnímodo, por lo que nos enfrentamos a una paradoja: el controlador del poder no admite nada ni nadie por encima de él. ¿No es, acaso, un poder absoluto? ¿Cómo se entiende, entonces, que el que ejerce el control el del juego republicano en última instancia resulta incontrolable?
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