Las palabras tienen una fuerza notable en la configuración de la realidad. Este no es un hecho sencillamente perceptible, salvo cuando nos detenemos a pensar sobre ello. Ponerle nombre a las cosas es definir qué son y, de algún modo, tomar posesión de ellas; aunque esto sólo sea simbólico, funciona como parte del imaginario colectivo. Ya en el Génesis, aparece esta capacidad humana en el relato de los rabinos: «Porque cada ser viviente debía tener el nombre que le pusiera el hombre». Es decir, nombrar es poseer, darle significado y sentido. De allí que las cosas son lo que las palabras dicen y, cuando no lo dicen, no son. Por ello las palabras iluminan y ocultan, lo primero al nombrar lo segundo al olvidar. La cita bíblica nos remite a una valoración de la presencia de la persona humana frente al cosmos. Las cosas son eso, nada más que cosas, pero, al ser nombradas, pasan a ser parte del mundo humano. Son los hombres los que dan valor a las cosas. Sin embargo, es necesario agregar que, en la medida en que se acentuó la injusticia en la distribución de bienes, los poderosos se apropiaron del nombrar, es decir, de dar nombre o de ignorarlo.
Podemos traer esta reflexión a nuestra vida cotidiana y al peso que tiene este fenómeno en el discurso de los medios de comunicación. Que son “medios”, porque se han interpuesto entre los hombres creando un “mundo comunicacional” que sólo manejan algunos y que moldean nuestro lenguaje proponiendo terminologías específicas para hacer referencia. Y se lo denomina “comunicacional”, aunque su tarea es meramente “informar”, puesto que la comunicación supondría una relación dialogal que no existe. Dicho con palabras más crudas: en lo que dicen, muestran, definen y ocultan en el mismo acto. Muestran el mundo que nombran, definen desfigurando y distorsionando, y ocultan olvidando.
Este juego puede mostrarse en el modo de referirse a las cosas, que pasan a ser diferentes por el nombre que se les pone. Desde cosas tan triviales como utilizar el inglés con la pretensión de jerarquizar lo que se dice: así tenemos que la vieja “liquidación por fin de temporada” se ha convertido en un sale 30% off y que la venta de “saldos de fábrica” es hoy un outlet, o que una pausa se convierta en un coffee-break. Lo mismo pero distinto. Pero hay cosas más graves. El lenguaje ha ido modificando su terminología y ha puesto en uso algunas palabras, y ha pasado otras a desuso: “clase”, “obrero”, “sindicato”, “reivindicación”, “derechos del trabajador”, “comunidad”, “pueblo”, “imperialismo”, “neocolonias” han ido desapareciendo paulatinamente. Han sido reemplazadas por otras que fueron incrementando su utilización: “productividad”, “segmento”, “competitividad”, “meritocracia”, “apertura comercial”, “sociedad”, “globalización”, entre muchas más.
Podrá decirse que no son equivalentes ni son sinónimas. Es cierto, las primeras eran utilizadas en un mundo donde esas palabras tenían una significación que daban cuenta de “un modo de ver la realidad”; las segundas nos hablan de “otra realidad”. La década del setenta es el tiempo del comienzo de esta transición. Sin embargo, el ámbito de la realidad al que hacen referencia no es tan diferente, aunque algo sí: están hablando del mundo laboral, del cultural y del político, pero la “mirada” del que define es otra. Pero si hoy utilizáramos las mismas palabras que antes, tomaríamos conciencia de los cambios que se han producido. Éstos que se fueron imponiendo requerían que se los denominara de otro modo, para encubrir el fondo oculto de lo que se perseguía. Los medios de comunicación de masas ya no hablan de ti: “trabajo” ni “trabajador”, “marginal” o “excluido”, o hablan poco; hoy, “los mercados”, los “flujos del capital” y el “inversor” han ocupado el centro de la escena.
Más allá de que hay historias sindicales que no deben ser ocultadas, convertir el sindicalismo, sin más, en una actividad corrupta pretendió (y logró) desprestigiar una institución de defensa de “los derechos del trabajador” (palabras en vía de extinción). Hay historias de políticos que deben ser investigadas, pero haber denigrado la política, durante por lo menos dos décadas, tenía un propósito claro: separarla del ejercicio del poder del Estado y del pensamiento en un mañana mejor. En su reemplazo, se habló de los “buenos administradores”, al estilo de los Estados Unidos. Se ha intentado, y de eso hemos sido testigos, la desaparición del concepto “trabajador” como sujeto social, productor de riquezas, reducido a la simple función de asalariado, se llegó a hablar de “capital humano” como parte del proceso productivo. Llegó a afirmarse que las riquezas, por arte de magia, son producidas por el capital. Ese trabajador, que representó durante los dos últimos siglos un papel social importante como gremio, clase y hasta valor de la empresa, hoy se lo ve como un fragmento atomizado del mercado, simple mercancía, que entra y sale de actividades transitorias, a veces formales y otras informales. Y también algo más categórico: lamentable hasta puede desaparecer de las estadísticas, al adquirir la forma de “trabajador en negro”.
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