Avanzando en el tema que hemos estado tratando, sigamos con el análisis de las consecuencias de la aparición de la comunicación masiva. Habíamos leído a George Gerbner, cuyas investigaciones debemos ubicar en el año 1973. Este dato adquiere particular relevancia para estas reflexiones, porque todavía ni siquiera se insinuaba el gran salto de la década posterior. Sobre fines de la década de los setenta y comienzo de los ochenta, se dan los primeros pasos hacia una concentración salvaje de medios en muy pocas manos, la gran mayoría de ellas proveniente de inversores de las multinacionales. Es éste un momento muy importante en la historia de la comunicación de masas por las consecuencias posteriores. Gerbner agudiza su análisis y nos informa:
«La verdadera significación revolucionaria de las comunicaciones modernas de masa es su capacidad para “construir un público”. Esto significa la capacidad de formar bases históricamente nuevas para el pensamiento y la acción colectiva en forma rápida y penetrante a través de los anteriores límites. El enfoque institucionalizado de las comunicaciones de masa presenta a los medios como creadores de sistemas de mensajes producidos y transmitidos tecnológicamente, como nuevas formas de condicionar la cultura pública institucionalizada, así como a los transmisores comunes más importantes de la interacción social y de la formación de la política pública en las sociedades contemporáneas».
Ruego detenernos en la afirmación sobre la “capacidad para construir público” y para “condicionar la cultura”. Vuelve sobre la idea de que público no es la presencia o asociación espontánea de gente que participa “naturalmente” de una forma de pensar, actuar y comunicarse entre sí. Es algo de mucha mayor trascendencia para el mundo social y político de las últimas décadas, sobre todo para el funcionamiento de la vida en democracia. Lo que estaba señalando este investigador, con sentido de advertencia, en una etapa tan temprana en la que la conciencia colectiva estaba lejos de percibirlo, es lo que se estaba preparando: el concepto de “público” y el concepto “cultura” ya no correspondía con la acepción del uso coloquial.
Entonces, “público” es el resultado de una creación del medio que, en tanto “medio”, aunque suene tautológico, lo es porque se coloca en el medio, entre la realidad y el receptor. Esta realidad que pasa a través del cedazo del medio adquiere una forma redefinida por su interpretación. Una vez realizada esta operación, es recibida por una cantidad de personas que la consumen y, en la medida en que esto se convierte en una conducta habitual, se va “construyendo un público” que es el propio. No significa esto que la mente de esas personas que pasan a formar parte de ese público estén en blanco y sea el medio el que las moldea. Debe entenderse como el resultado de un modo de informar, es decir, como un modo de presentar la información a partir de un recorte previo, necesario, que de ella se hace.
El problema radica en el modo de seleccionar los datos que se van a informar, lo cual produce un recorte de la realidad, ésta se convierte en una versión de ella. Pinta, por decirlo así, de un color definido todo lo que se informa. Este “recorte es necesario”, ya que es imposible prescindir de él, puesto que no se podría nunca transmitir la totalidad de los detalles de cualquier hecho, sería insoportablemente pesado y aburrido. Por lo que se presenta como “necesaria” una selección de todos esos datos para sintetizar los que serán definidos como realmente relevantes. Bien, es aquí donde se presenta el problema que debemos pensar.
Habiendo aceptado como “necesario” el recorte, debemos preguntarnos: ¿quién define lo importante y lo secundario?; ¿con qué criterios lo hace? Suponiendo una gran ingenuidad de este informador, ¿no se filtran, muchas veces sin saberlo, pre-juicios, ideologías, sesgos religiosos, políticos, ignorancias, en esa selección? Una primera respuesta es: toda selección responde a criterios previos, por lo tanto, la tan argumentada y repetida “objetividad de la información” no es más que una falacia. Tal objetividad no es humanamente posible en el ámbito de la información, como tampoco lo es en cualquier otra dimensión de la actividad de los hombres. De aquí se desprende que la mayor honestidad debería consistir en expresar, dentro de lo posible, que la información fue recogida y analizada por alguien que piensa de una determinada manera. Y que encierra siempre una buena dosis de “opinión”.
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