Habiendo tomado
noticia de lo que quedó dicho en las notas anteriores ¿qué hacer? La propuesta
de Miguel Jara es tener muy en cuenta el
principio de precaución: «Dicho principio viene a decir que hasta que no esté
perfectamente garantizado que un servicio o tecnología es inocuo no ha de
ponerse en circulación. Hoy ocurre lo contrario, se han liberado al medioambiente
unas 104.000 sustancias químicas tóxicas muchas de las cuales se ha comprobado
con estudios científicos que son nocivas. Convivimos con ellas a diario, están
en casi todas partes, incluso dentro de nuestros cuerpos y no sabemos como
interactúan entre ellas. Desde los años 40 del siglo pasado los soviéticos
saben que la contaminación electromagnética enferma a las personas pero durante
los últimos años asistimos a un despliegue descomunal de redes de
telecomunicaciones inalámbricas que funcionan por microondas. Son dos ejemplos
de tecnologías contaminantes a las que no se ha aplicado el principio de
precaución y ya están enfermando a nuestros convecinos. Si no se acota, el
problema irá a más».
Está denunciando la
existencia de lo que se podría denominar con pleno sentido víctimas de la civilización tecnológica. «Vivimos en una sociedad
tan mercantilista que los intereses de los grandes grupos industriales y los de
la ciudadanía son contrarios. Es como si existiera una guerra social abierta
pero silenciada: lo que es bueno para la industria de las comunicaciones
inalámbricas, la expansión masiva de antenas es malo para la ciudadanía; lo que
es bueno para el sector farmacéutico, que existan siempre personas enfermas, es
malo para la ciudadanía que aspira a tener salud; lo que es bueno para la
industria química (por cierto muy ligada a la farmacéutica) es malo para las
personas que enferman cada vez más por la contaminación química. Es el modelo
económico el que está enfermo pues al regirse por la competencia fomenta el que
las grandes empresas para mantener e incrementar sus dividendos estén obligadas
a producir cosas nuevas aunque éstas en muchos casos no tengan sentido, no sean
útiles e incluso hagan daño».
Se podría
argumentar que estamos en plena cultura de la información ¿cómo entender que
todo esto no se sepa públicamente? «Nunca hemos estado tan informados como
ahora, pero eso al mismo tiempo produce una saturación informativa que genera
confusión, luego desinformación. Por un lado son tantas las cosas importantes
que deberíamos saber que no tenemos tiempo material para informarnos sobre
ellas. Por otra parte la tónica general de mis libros es contarles a los
lectores cómo los grupos industriales sobre los que trabajo de manera
sistemática intentan controlar la información de los tema que les afectan,
presionan a los periodistas y científicos que divulgan esos asuntos y montan
campañas de desinformación inducida, por ejemplo, realizando estudios científicos que lleguen a las
conclusiones que ellos buscan. Jugando a generar confusión para que los
negocios continúen con la excusa de que tal o cual servicio o tecnología “no se
ha probado que sea nocivo”. Es una trampa dialéctica porque la carga de la
prueba no debe recaer sobre la ciudadanía sino sobre las empresas que quieran
poner en el mercado productos que puedan ser malos para la salud o el
medioambiente».
No son pocos los
casos en que los grandes medios, socios del capital concentrado, ocultan,
deforman o mienten sobre este tipo de información que afecta a los grandes
negocios. Por ejemplo, en los EEUU hasta no hace mucho tiempo importantes
científicos de universidades de primera línea desmentían que existiera algo así
como el “efecto invernadero” o el “calentamiento global” y los medios repetían
estos desmentidos sin el menor pudor, mientras que los científicos que
denunciaban estos fenómenos no encontraban modo de hacerlos públicos. Entonces
¿cómo sorprendernos por estas manipulaciones informáticas?
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