Ya hemos visto el tratamiento del tema en el
Antiguo Testamento, fuente donde la Doctrina Social de la Iglesia fundamenta su
pensamiento social. Veamos ahora cómo aparece todo esto: la propiedad, la
riqueza excesiva, la condición de los pobres, en la prédica y la práctica
socio-política de Jesús de Nazaret (a quien me refiero, para esta
investigación, sólo en su condición de personaje histórico, dejando de lado
toda consideración religiosa). El registro que la tradición ha hecho en los
Evangelios, nos permite recoger su pensamiento en algunas de sus palabras. Lo
que queda claro en ellas es que si hay ricos, es porque hay pobres, no hay
riqueza sin pobreza. El concepto riqueza, como Jesús lo utiliza, significa una
gran acumulación de bienes en comparación con las escasas posesiones de otras
muchas personas, y son poseídos y utilizados siempre por una minoría frente a
una mayoría que carece de bienes necesarios. Contra esa situación Jesús es
terminante, citaré algunas de esas afirmaciones:
«Dejaos de amontonar
riquezas en la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder, donde los
ladrones abren boquetes y roban»; «Nadie puede estar al servicio de dos amos,
porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y despreciará
al otro. No podéis servir a Dios y al dinero»; «Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja
que entre un rico en el Reino de Dios».
Ante el pedido de un joven rico que sostenía
cumplir con todos los mandamientos de la Ley, que le solicitaba a Jesús que le dijera qué debía
hacer para ser uno de sus discípulos, contestó:
«Una cosa te falta: vete a
vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza; y, anda,
sígueme a mí».
La riqueza, según esta doctrina, lleva impresa
siempre una sospecha respecto a cómo se había conseguido. Los Padres de la
Iglesia de los primeros siglos, fueron consecuentes con la prédica de Jesús.
Como San Juan Crisóstomo, nacido en Antioquía a mediados del siglo IV, dice:
«Dime, ¿de dónde te viene a
ti ser rico?, ¿de quién recibiste la riqueza?, y ése, ¿de quién la recibió? Del
abuelo, dirás, del padre. ¿Y podrás, subiendo el árbol genealógico, demostrar
la justicia de aquella posesión? Seguro que no podrás, sino que necesariamente
su principio y su raíz han salido de la injusticia. Y hablo así, no porque la
riqueza sea un pecado; no, el pecado está en no repartirla entre los pobres, en
usar mal de ella. Nada de cuanto Dios ha hecho es malo; todo es bueno y muy
bueno. Luego también las riquezas son buenas, a condición de que no dominen a
quienes las poseen, a condición también de que remedien la pobreza».
San Ambrosio, obispo de Milán, también en el
siglo IV, acusa:
«¿Hasta dónde pretendéis
llevar, Oh ricos, vuestra codicia insensata? ¿Acaso sois los únicos habitantes
de la tierra? ¿Por qué expoliáis a los que son de vuestra misma naturaleza y
vindicáis sólo para vosotros la posesión de toda la tierra? En común ha sido
creada la tierra para todos, para ricos y pobres, ¿por qué os arrogáis el
derecho exclusivo al suelo? Nadie es rico ni pobre por naturaleza, pues ésta
engendra igualmente pobres a todos… La naturaleza no distingue a los hombres ni
en su nacimiento ni en su muerte. La naturaleza no engendró el derecho común;
el uso establecido, el derecho privado».
San Basilio, obispo de Cesárea de Capadocia en
ese mismo siglo, contesta con dureza:
«¿A
quién, dices, hago agravio reteniendo lo que es mío? ¿Y qué cosas, dime, son
tuyas? ¿Las tomaste de alguna parte y te viniste con ellas a la vida? Es como
si uno, por ocupar primero un asiento en un teatro, echara luego afuera a los
que entran, haciendo cosa propia lo que está allí para uso común».
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