David Brooks, el
mismo periodista que nos ayudó a comprender los mecanismos ocultos del proceso
de demolición de la democracia moderna —no perceptible desde la periferia de
los acontecimientos periodísticos comunicables, sino desde aquellos que exigen
una mirada escrutadora—, publicó varios meses después otra nota en www.jornada.unam.mx (7-4-2014) con un título sorprendente: Subasta democrática. En este nuevo
análisis en ese mismo sentido, comienza diciendo:
La semana pasada se confirmó
oficialmente: ésta es la mejor democracia que el dinero puede comprar. El
humorista Andy Borowitz, de The New Yorker, resumió la noticia así: «Por una
decisión de cinco contra cuatro, la Suprema Corte de Estados Unidos defendió
hoy el derecho de los estadounidenses más ricos de adueñarse del gobierno de
Estados Unidos». El problema es que su formulación no es tan satírica ni
exagerada con fines humorísticos, sino que reporta los hechos de manera
bastante precisa. El miércoles pasado la Suprema Corte de Estados Unidos emitió
un fallo en el caso McCutcheon v. Federal Exchange Commission en el que anuló
limitaciones sobre el monto agregado total que un individuo puede donar a
candidatos políticos, partidos y comités políticos. El fallo escrito por el
presidente de la Corte, John Roberts, argumenta que esta decisión está basada
en la libertad de expresión.
Sugiero volver sobre la lectura del párrafo
con la atención puesta en el sentido de la palabra “subasta” que coloca en el
título, puesto que no parece adecuarse al tratamiento del tema de la nota. ¿Qué
pretende decir? ¿Acaso una forma política institucional, un modelo de normalizar
las relaciones sociales se puede comprar? ¿Llegó el poder del dinero a tanto?
Pues parece que sí. Sin embargo, la afirmación está lejos de lo que sentencian
los manuales, de manera que la cita humorística de Andy Borowitz —que
interpreta el fallo de la Suprema Corte como una puesta en venta de la democracia estadounidense— nos toma
desprevenidos. Allí aparece la exigencia de volver a leer meditativamente para
obligarnos a repensar qué está en juego e intenta decirnos. Y creo que, aun
después de una segunda lectura, no es sencillo hacerse cargo de la gravedad de
la afirmación.
Brooks es consciente de todo ello, por lo cual
nos cuenta el argumento de la Corte ante la sospecha de lo posible, la
corrupción política legalizada, que se abre a partir de tal resolución:
Rechazó que llevaría a la
corrupción del proceso electoral, y afirma que se anulan los límites impuestos
por la ley actual, ya que «el único tipo de corrupción que el Congreso puede
abordar es la corrupción quid pro quo» y no si esas donaciones otorgan mayor
acceso o influencia política. «La línea entre corrupción quid pro quo y la
influencia general tiene que ser respetada para salvaguardar derechos básicos
de la Primera Enmienda (libertad de expresión)». El juez agregó que los límites
existentes sobre donaciones totales son inaceptables porque afectan el derecho
de un individuo de participar en el debate público a través de la expresión
política y la asociación política. Ese argumento, advierten expertos, puede
poner en peligro casi cualquier regulación de financiamiento de campañas, por
considerarla una violación de la libertad de expresión garantizada por la
Constitución.
Aunque no es novedosa entre las
argumentaciones leguleyas ceñidas a un modo de jugar con las palabras técnicas
dentro de las relaciones encerradas en el círculo de esa lógica interna, resulta
muy interesante llegar a conclusiones que rechaza el más simple sentido común. El
argumento podría colocarse en estos términos: si se le prohíbe a un
multimillonario comprar algo, dar dinero para cualquier tipo de actividad
considerada necesaria o de su agrado, se le está coartando su libertad de
acción. Las consecuencias de ello no son atribución del Congreso, puesto que no
puede legislar sobre los posibles quid
pro quo (en un lenguaje coloquial, “toma y daca”, esto a cambio de
aquello). ¿Qué se encuentra en ese juego que abre la prohibición de limitar las
donaciones? Pues algo tan grave como incidir en las campañas electorales,
sostenidas por la mayor publicidad paga posible como modo de garantizar el
triunfo de un candidato (como ya sucede), ahora sin límites, como así lo
dispone el fallo.
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