En la nota anterior,
mencionamos los denominados derechos de
segunda generación. Son aquellos cuyo reclamo surge cuando las necesidades
básicas comienzan a ser satisfechas. En nuestra América, ya se han originado
casos en los cuales la demanda no se dirige a comida, vestido o salud: en buena
medida —como indican informes de instituciones internacionales—, se ha logrado
un nivel aceptable de demandas básicas, aunque no totalmente satisfactorio. Lo
que ha provocado la sorpresa de algunos periodistas o analistas de los medios
concentrados es el surgimiento de conflictos por reclamos de mejor educación,
mejor transporte, mejor trato de los funcionarios, etc.
Esto se coloca en
línea con lo afirmado, en páginas anteriores, por Richard Layard respecto de la
incidencia de las metas conseguidas, en
comparación con las obtenciones de otros (personas o grupos sociales).
Podemos calificar la satisfacción como absoluta o relativa; la primera se mide desde sí misma, la segunda, en
comparación con la de los otros. Ejemplifico: sectores sociales de las
generaciones de fines del siglo XIX y comienzo del XX podían vivir en cierta pobreza satisfactoria (“pobre,
pero honrado”), con un limitado consumo
de bienes. Fundamentalmente, a partir de la segunda posguerra, aparece una
importante capacidad publicitaria comercial que incita a poseer lo que se le
propone como deseable. El deseo puede ser ilimitado, en la medida en que sea
provocado constantemente, y este es el gran
descubrimiento del mercado de las últimas décadas. La felicidad comienza a
estar condicionada por una insatisfacción provocada que la convierte en
ilimitada. Cada demanda satisfecha abre el camino a la próxima insatisfacción,
y así hasta el infinito: ya estamos dentro de la sociedad de consumo.
Convoco nuevamente
a Mateo Aguado:
Como es sabido, buena parte
de nuestro bienestar humano se sostiene sobre la posibilidad que tengamos de
cubrir determinadas necesidades materiales; necesidades que, bajo una economía
de mercado, son cubiertas a través del consumo. Sin embargo, las desigualdades
existentes en el mundo hacen que las oportunidades de llevar a cabo acciones de
consumo no sean iguales para todos, siendo siempre mayores en las clases de
mayores ingresos y en el plano internacional en las naciones más ricas y
“desarrolladas”. Estas desigualdades originan un caudal de insatisfacciones en
constante crecimiento.
Destaco, para esta
investigación, la proximidad que existe en nuestra cultura entre dos conceptos:
felicidad, tratado anteriormente, y bienestar humano que aparece ahora.
Tienen en común un piso de significados comunes, relacionados con el grado de
satisfacción de las necesidades históricas, social y culturalmente vigentes
(las poblaciones indígenas pueden quedar satisfechas con menos bienes que las
poblaciones urbanas burguesas, dado el modo y la cantidad de oferta que el
mercado actual ofrece existente). Este investigador avanza al respecto:
A pesar de que el PIB ha
sido tradicionalmente utilizado para hacer comparaciones internacionales de
progreso social y de bienestar humano, han sido muchos los investigadores que
han criticado esto, preguntándose en qué medida los ingresos medios de un país
pueden realmente reflejar el bienestar humano
de sus ciudadanos. Estas críticas hacia el PIB como indicador de
progreso pueden resumirse en las siguientes: a) al tratarse de una media
aritmética no contempla la desigualdad social; b) no incorpora otros elementos
que influyen mucho en el bienestar como la esperanza de vida, el tiempo de ocio
disponible o la degradación ambiental; c) no contabiliza la producción obtenida
mediante el trabajo sumergido o la que no está contemplada por los mercados
(como el trabajo doméstico o voluntario); y d) computa aspectos que no generan
bienestar (como los gastos militares) a la vez que ignora aspectos que sí lo
generan (como el patrimonio artístico).
Llegados a este
grado de complejidad del tema podemos decir, con una pizca de ironía, ¡cuánto
más sencillo era para el bueno de Aristóteles!
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