Para tomar una distancia purificadora de la concepción materialista
burguesa de la felicidad, antes tratada, volveré a Aristóteles, aunque solo
como un nuevo punto de partida. Esto es necesario, porque durante largo tiempo
los pensadores políticos dejaron el tema de la felicidad en una banquina del
camino.
Los clásicos del
pensamiento político moderno de los últimos cuatro siglos no lo han tratado
como un tema fundamental de la política. Sin embargo no debe entenderse como inexistente
su abordaje por parte de otros pensadores, aunque sé que no abunda.
La literatura de autoayuda de las últimas
décadas recupera este problema para llenar un vacío en esa búsqueda. Pero su
aporte es muy pobre, chato y extremadamente superficial. Nos ofrece una puerta de
sencillo y fácil tránsito hacia algo que
no es más que humo de ilusión. Si bien es cierto que la felicidad no es de
fácil conquista —como se insiste en las ofertas mencionadas—, no por ello está
vedada a todo aquel que se esfuerce en obtenerla. Esta es la afirmación de
Aristóteles, como punto de partida de lo que sigue:
He aquí precisamente el
carácter que parece tener la felicidad; la buscamos siempre por ella y sólo por
ella, y nunca con la mira de otra cosa. Pero digo, que si la felicidad no nos
la envían exclusivamente los dioses, sino que la obtenemos por la práctica de
la virtud, mediante un largo aprendizaje o una lucha constante, no por eso deja
de ser una de las cosas más divinas de nuestro mundo, puesto que el precio y
término de la virtud es evidentemente una cosa excelente y divina y una
verdadera felicidad. Y añado, que la felicidad es en cierta manera accesible a
todos, porque no hay hombre a quien no le sea posible alcanzar la felicidad,
mediante cierto estudio y los debidos cuidados, a menos que la naturaleza le haya
hecho completamente incapaz de toda virtud.
Las condiciones del
camino hacia su encuentro hablan de un trabajo sobre sí mismo. Si bien reconoce
lo difícil de su acceso, pone el énfasis en el carácter de disciplinamiento
requerido al ateniense, la virtud, palabra hoy en gran parte caída en desuso.
Sin embargo, con un atrevimiento quizá injustificable, criticaría su modo de
encerrar la búsqueda de la felicidad solamente en el interior de cada persona y
su divorcio del entorno cultural. Este constituye el marco que posibilita y
restringe, al mismo tiempo, su obtención. Es cierto: no es exigible a la
cultura de entonces del gran filósofo, puesto que el sentido del cambio social
no correspondía a esa época, por lo cual el tiempo histórico no entraba en sus
reflexiones. Y al pensar desde su clase social de hombre libre, condición
natural inmodificable, su pensamiento se desliza por las posibilidades de ser
feliz de un ciudadano ateniense. Ese ciudadano no reparaba en los excluidos de
su entorno, quienes estaban fuera de estas disquisiciones.
Hoy, frente al
mundo moderno, no existe posibilidad de
desarrollar un tipo de pensamiento que no incluya a todos. Además, debe prestar
especial atención a quienes están por debajo de la línea de sus necesidades
básicas. De ese modo, la felicidad adquiere, en primer término, el logro
satisfactorio de eliminar la escasez. Dado este paso, se pueden plantear luego
los denominados derechos de segunda generación. Detengámonos en este
problema.
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