Después de haber constatado la distribución de la riqueza mundial de forma cada vez más inequitativa, de comprobar que los ricos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más pobres, debemos hacernos otra pregunta: ¿cómo lo lograron? Una primera respuesta debe contener también la frase de Marx: “Es el secreto mejor guardado de la economía”.
La riqueza se produce por la creación de bienes a través del trabajo humano, en todos los niveles de producción de insumos que, finalmente, dan lugar a una mercancía que se vende en el mercado. Elaborarla lleva una cantidad de horas de trabajo incorporado que concreta su valor. El valor de la hora de trabajo, que reviste la forma de una remuneración al trabajador, tiene un precio que, como todo bien, se define a través de la oferta y la demanda y pasa a ser parte del costo de producción de las mercancías. Esta relación, entre oferta y demanda, juega por la proporción que se establece entre ellas: a mayor oferta, menor precio; y a menor oferta, mayor precio; se invierte, de parte de la demanda: a mayor demanda, mayor precio; y a menor demanda, menor precio. Esto se denomina “ley del mercado”.
Aparece ahora la develación del “secreto mejor guardado”, que Marx definió como “el ejército industrial de reserva”. Una característica estructural del sistema capitalista es la necesidad de revolucionarse constantemente en la búsqueda de bajar los costos y mejorar la calidad. La tecnología fue la salida que encontró para el logro de ese propósito: la incorporación de la máquina mejoró notablemente la “productividad”. Recurramos a una definición de manual: «La productividad es la relación entre la producción obtenida por un sistema productivo y los recursos utilizados para obtener dicha producción. También puede ser definida como la relación entre los resultados y el tiempo utilizado para obtenerlos: cuanto menor sea el tiempo que lleve obtener el resultado deseado, más productivo es el sistema».
No es muy difícil comprender que la máquina, al entrar en los talleres de los siglos XVIII y XIX, haya desplazado al trabajador, ya que con la misma cantidad de horas producía mucho más, lo cual se traducía en un menor costo por unidad de producción. Se estableció una guerra entre las máquinas y los trabajadores, que ganaron fácilmente las primeras. Esto determinó una baja de la demanda de mano de obra, es decir, menos trabajadores. En la década de los ochenta del siglo pasado, se incorporó a esta guerra la cibernética computarizada y la robótica, provocaron una derrota irremediable para la clase trabajadora. Esta consecuencia llevó los niveles de desocupación a extremos insospechados pocas décadas antes. Se llegó a hablar, en Sociología, del “Fin del trabajo”.
Veamos este problema desde el lado del trabajador. La desocupación estructural garantiza una sobreoferta constante de trabajadores, lo que desequilibra la ecuación oferta-demanda. Marx había calculado, en el siglo XIX, que una sobreoferta del 5%, es decir, una cantidad de trabajadores desempleados en esa proporción, garantizaba mantener el precio de trabajo en un nivel rentable para el capitalista.
En un documento reciente, que fue presentado por el director general de la OIT se informa lo siguiente: «El mundo necesita crear 600 millones de empleos productivos durante la próxima década, a fin de generar un crecimiento sostenible y mantener la cohesión social. La perspectiva muestra un nuevo deterioro de la actividad económica que afectará el desempleo sumándole 200 millones de personas a nivel mundial. Además, advierte sobre la existencia de 900 millones de trabajadores que viven con sus familias por debajo de la línea de la pobreza de 2 dólares por día. La crisis del empleo se grafica en que uno de cada tres trabajadores en el mundo –cerca de 1.000 millones de personas– está desempleado o vive en la pobreza».
La consecuencia natural de todo ello la hemos visto reflejada en la pérdida de los trabajadores en la participación de las riquezas. Dicho de otro modo, en el aumento de lo recibido por las clases superiores, lo que permite afirmar que a mayor desocupación menor precio para la mano de obra, mayor rentabilidad para el capital. El secreto de la injusta distribución de la riqueza en el mundo se esconde detrás de la desocupación estructural. Hoy no sólo hay una mayor oferta de trabajadores que la que necesita el sistema, sino que se ha creado una porción muy importante, ya sin ninguna posibilidad de conseguirlo, que pasó a formar parte de la marginalidad.
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