En estas notas, ya he tratado un tema que ha adquirido una notable relevancia, a partir de los debates cruzados entre periodistas de los medios concentrados y quienes contraatacan, acusándolos de estar al servicio de los amos del capital. Es habitual oír decir que es una pelea del Gobierno contra Clarín, de parte de aquellos que se colocan a un supuesto costado de la contienda, dando a entender que “es un problema de ellos y que no vale la pena meterse en el medio”. Debo decir que no sé cuál es el medio, pero creo que es un deber de ciudadanía sumarse a ese debate. Aun aceptando ese modo de definir el problema como si fuera “meramente político” —cuando en realidad se quiere decir, supongo yo, politiquero o partidista— tomo posición y digo que es claramente político, en el sentido más amplio y etimológico del concepto: “todo lo que pertenece a la polis” y, en tanto tal, involucra a todos los habitantes de la polis.
En consecuencia, repito, es un deber de la ciudadanía ser parte de ese debate, lo cual invierte el “derecho” a participar al convertirlo en una “obligación” de ciudadano pensante, votante y por ello elector. Se juega en ese debate un derecho que está en el fundamento de la libertad de ideas, la libertad de expresión, libertad que contiene la libertad de prensa, es decir la posibilidad de hacer conocer a la polis, al resto de los ciudadanos, nuestra opinión sobre los varios aspectos que constituyen la vida ciudadana.
Se desprende de este juego libre de las ideas la importancia que adquieren sus contenidos, por su objeto, por su intención, por el modo y la claridad con que deben expresarse esas ideas. Pero todo ello debe quedar subordinado a un valor superior que es “la verdad”. Nos encontramos, entonces, con uno de los más viejos problemas del pensamiento filosófico, que aparece también en los Evangelios, cuando Pilato le pregunta a Jesús “¿Qué es la verdad?”. Sin que esto deba entenderse en un sentido religioso, quiero colocar el problema en el centro de nuestro asunto. Para ser más preciso, aunque pueda pecar de academicista, debo decir que nos encontramos en el terreno de la epistemología, que la Real Academia Española define como: «la doctrina de los fundamentos y métodos del conocimiento científico» y cuya etimología remite a las bases sobre las cuales se asientan los conocimientos.
A pesar de que este juego pueda parecer superfluo, quiero decir que siempre es útil tener claro clarificar el origen de las palabras, para hacer un mejor uso de ellas. Veamos entonces. Platón distingue dos tipos fundamentales de conocimiento: la ciencia (episteme) y la opinión (doxa). Al primero le da el sentido más estricto de un saber debidamente fundamentado; este tipo de conocimiento no pertenece al manejo al que recurren los medios de comunicación, sino que es el que corresponde al terreno estrictamente científico, con todas las exigencias metodológicas propias.
En cuanto al segundo, la opinión la refiere a las creencias o conjeturas. Este tipo de conocimiento se fundamenta en la percepción, se refiere al “mundo sensible”. Traduzcámoslo como el “mundo de la vida cotidiana”, es decir, el de las cosas terrenales que nos rodean, y se trata de un género de conocimiento inferior para el filósofo.
Miles de años después —medios de comunicación masivos mediante, sobre todo la televisión y la función de los “movileros”—, la palabra “opinión” pasó a significar lo que cualquier persona responde, “opina”, sin la menor versación sobre el tema que se pregunte, sosteniendo sus dichos en la más pura y crasa subjetividad. Esta actitud ha generado un “derecho” nuevo para este público masificado: poder decir cualquier cosa sobre lo que se le ocurra, también llamado “libertad de opinión”. Esto ha dado lugar a la aparición de una nueva disciplina la “opinología”: el «opinólogo es un término despectivo aplicado a personas que, generalmente en los medios de comunicación, opinan sobre cualquier tema como si fueran especialistas».
Planteado en estos términos, lo dicho puede sonar a soberbio, despreciativo, con rasgos de desvalorización sobre las ideas del “ciudadano de a pie”. Debo responder a estas posibles acusaciones. En primer lugar, para quienes tengan años suficientes, merece recordarse que este fenómeno no tiene más de dos o tres décadas, es contemporáneo con el proceso de concentración de los medios de comunicación, y esta no es una mera coincidencia. Ha habido una tarea sistemática sobre lo conocido como “opinión pública” —de esto ya he hablado en notas anteriores. Puede consultarse en www.ricardovicentelopez.com.ar mi trabajo “Sociedad, política y medios”—que se podría denominar: acondicionamiento de la opinión pública o manipulación de ella, cuyos logros están a la vista: achatamiento y banalización, pérdida de la valoración de la lectura seria, desprecio por el buen uso del lenguaje o su vulgarización, etc.
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