Para entender a los liberales del país del Norte y su modo de pensar la política a principios del siglo XX, es necesario retroceder más de dos siglos en la historia de ese país. Proclamó la primera Constitución “republicana” de Occidente el 17 de septiembre de 1787, y es necesario enfatizar lo de republicana porque eso fue. El concepto de democracia, tal como apareció con Lincoln casi un siglo después, «Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», generaba profundos temores.
Un dato poco conocido nos aporta el profesor Gargarella: «Notablemente, cabe recordarlo, la Convención Norteamericana, a diferencia de las Convenciones Constitucionales que se llevaron adelante en Francia inmediatamente después de la revolución, se celebró a puertas cerradas. De allí que los convencionales expresaran con absoluta franqueza (a veces, diría, con asombrosa franqueza) por qué defendían los arreglos institucionales que defendían».
El remarcado anterior de la palabra “republicana” se debe a la necesidad de entender que fue una constitución pensada para contraponer al Imperio británico, su conquistador, y concebida para liberarse de él. Pero además, también estaban fuertemente impresionados por el desborde de la “chusma” parisina, lo que aclara el sentido de lo que «se quería evitar para el futuro». ¿Cómo se resolvió esta “dificultad”? Nos responde el profesor: «La propuesta federalista de reorganizar el sistema institucional apareció entonces como imposible de eludir: dado el grave riesgo creado por la existencia de las facciones, y dada la imposibilidad de eliminarlas, la única alternativa disponible era la de organizar las instituciones para hacerlas resistentes frente a ellas, de modo tal de evitar que el sistema de gobierno quedase exclusivamente en manos de alguno de los diferentes grupos en que se dividía la sociedad». Nótese, una vez más, lo despiadado de la expresión “la imposibilidad de eliminarlas”.
La presencia de esos temores se convirtió en tradición en la clase dirigente, y revirtió en la teoría de la necesidad de una elite ilustrada que se hiciera cargo de la “cosa pública”, la República, lejos de ser democrática como se entendió en Francia. Dice Chomsky: «Esta teoría sostiene que solo una élite reducida —la comunidad intelectual de que hablaban los seguidores de John Dewey (1859-1942)— puede entender cuáles son aquellos intereses comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas cosas escapan a la gente en general».
La fina ironía de Chomsky, rayana en lo burlesco, lo lleva a hacer una comparación muy inteligente pero chocante para quien esté desprevenido: «En realidad, este enfoque que se remonta a cientos de años atrás es también un planteamiento típicamente leninista, de modo que existe una gran semejanza con la idea de que una vanguardia de intelectuales revolucionarios toma el poder mediante revoluciones populares que les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir después a las masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e incompetentes para imaginar y prever nada por sí mismas».
Si bien hay bastante de exageración, no está lejos de la realidad tal comparación cuando recordamos la experiencia soviética con su Nomenklatura —grupo de funcionarios encargado de la dirección de la burocracia estatal— y pensamos en el establishment estadounidense. Agrega: «Es así que la teoría democrática liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos ideológicos. En mi opinión, esta es una de las razones por las que los individuos, a lo largo del tiempo, han observado que era realmente fácil pasar de una posición a otra sin experimentar ninguna sensación específica de cambio. Solo es cuestión de ver dónde está el poder. Hay, incluso, un principio moral del todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas».
Esta convicción elitista, aristocrática en el peor connotación de la palabra, lejos de la idea aristotélica del “gobierno de los mejores”, ha llegado hasta nuestros días, aunque hoy no pueda hablarse con la franqueza de que hacían gala aquellos Padres Fundadores para decir lo que realmente pensaban.
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