En la década de los años veinte y principios de la de los treinta, un pionero de la Ciencia Política y de las Teorías de la Comunicación, Harold Lasswell (1902-1978) —fundador del moderno sector de las comunicaciones y uno de los analistas políticos americanos más destacados— explicaba que no «deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos que dicen que los hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares. Porque no lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los intereses y asuntos públicos, por lo que, precisamente a partir de la moralidad más común, somos nosotros los que tenemos que asegurarnos de que ellos no van a gozar de la oportunidad de actuar basándose en sus juicios erróneos». Estamos leyendo el pensamiento de esa derecha que se ha ido apropiando de los resortes más importantes del poder mundial.
Es útil agregar en este punto la afirmación del Dr. Raúl Gabás Pallás, profesor de Filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona, respecto a la relación entre la Escuela Americana de Teorías de la Comunicación y la experiencia nazi: «El nacionalsocialismo aprendió de América, y las técnicas de la propaganda fascista han sido aprovechadas en los medios de comunicación de las democracias occidentales». Esta afirmación contradice lo que la tradición informativa ha puesto en la conciencia colectiva respecto a la propaganda como una creación del régimen alemán. Ellos sólo fueron unos muy buenos alumnos de las investigaciones estadounidenses, pioneras en la materia.
Sigamos avanzando. Le recuerdo al lector lo dicho respecto a la intención que ya se encontraba en los Padres Fundadores. Hoy deberíamos llamar “Estado totalitario” o “Estado militar” a la denominada democracia, con lo que se comprendería con claridad el estado de cosas del orden global.
Volvamos a Chomsky: «Las relaciones públicas constituyen una industria inmensa que mueve, en la actualidad, cantidades de dinero que oscilan en torno a un billón de dólares al año y, desde siempre, su cometido ha sido el de controlar la opinión pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las corporaciones. Tal como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década de 1930 surgieron de nuevo los grandes problemas: una gran depresión, unida a una cada vez más numerosa clase obrera en proceso de organización institucional. En 1935, y gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera gran victoria legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera independiente, logro que planteaba dos graves dificultades. En primer lugar, la democracia estaba funcionando bastante mal: el rebaño desconcertado estaba consiguiendo victorias en el terreno legislativo, y no era ese el modo en que se suponía que debían ir las cosas; el otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del pueblo para organizarse. Los individuos deben estar atomizados, segregados y solos; no puede ser que pretendan organizarse, porque, en ese caso, podrían convertirse en algo más que simples espectadores pasivos».
Nos encontramos nuevamente con la fina ironía de Chomsky. No hay dudas, como señala, de que para esta mentalidad conservadora es inaceptable la organización social en defensa de sus derechos, puesto que si hubiera muchos individuos de recursos limitados agrupados para intervenir en el juego político, perderían su estatus de espectadores y pasarían a representar el papel de participantes activos, lo cual pone en peligro todo el edificio que montaran las clases dominantes. «Por ello, el poder empresarial tuvo una reacción contundente para asegurarse de que esa había sido la última victoria legislativa de las organizaciones obreras, y de que representaría también el principio del fin de esta desviación democrática de las organizaciones populares. Y funcionó. Fue la última victoria de los trabajadores en el terreno parlamentario y, a partir de ese momento —aunque el número de afiliados a los sindicatos se incrementó durante la Segunda Guerra Mundial, acabada la cual empezó a bajar— la capacidad de actuar por la vía sindical fue cada vez menor».
Todo ello fue el resultado de campañas bien planificadas y ejecutadas para lo cual se gastaron enormes sumas de dinero. Para ello se dedicó todo el tiempo y el esfuerzo que fueran necesarios: «en cómo afrontar y resolver estos problemas a través de la industria de las relaciones públicas y otras organizaciones, como la National Association of Manufacturers (Asociación Nacional de Fabricantes), la Business Roundtable (Mesa Redonda de la Actividad Empresarial), etcétera. Y su principio es, y sigue siéndolo, reaccionar en todo momento de forma inmediata para encontrar el modo de contrarrestar estas desviaciones democráticas».
Continúa más delante: «La primera prueba se produjo un año más tarde, en 1937, cuando hubo una importante huelga del sector del acero en Johnstown, al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron a prueba una nueva técnica de destrucción de las organizaciones obreras, que resultó ser muy eficaz. La cuestión estribaba en la idea de que había que enfrentar a la gente contra los huelguistas, por los medios que fuera necesario. Se presentó a los huelguistas como destructivos y perjudiciales para el conjunto de la sociedad, y contrarios a los intereses comunes, que eran los del empresario, los del trabajador o del ama de casa, es decir, “todos nosotros”. Queremos estar unidos y tener cosas como la armonía y el orgullo de ser americanos, y trabajar juntos». Pero resulta que estos huelguistas “malvados”, que además son “subversivos”, sigue ironizando nuestro profesor, arman lío, rompen la armonía y atentan contra “el orgullo de América”, pero “no se lo permitiremos”.
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