En una nota
anterior mencioné el problema de la desocupación creciente, un tema de muy
difícil solución dentro del esquema productivo actual. El aumento de la
desocupación está ligado estrechamente al fenómeno de la tecnologización, aunque se pretenda desmentirlo con argumentos
circunstanciales. Si durante algunas décadas esto fue posible de disimular fue
debido a que en un mercado globalizado el aumento de la producción encontró colocación
en los mercados periféricos. Esto significa que la utilización de tecnología en
un país central consigue una baja de costos que se hará sentir en el mercado
internacional, invadiendo los mercados nacionales de los países menos
tecnologizados.
Por lo cual
conseguirán un aumento de la producción que recaerá como consecuencia en el cierre
de la industria local, en los países periféricos. El empleo en el país central
es la contracara de la desocupación en el país periférico. Para dar un ejemplo
de la sustitución de mano de obra por la tecnología podemos leer estas cifras
comparativas que hablan con claridad: en los Estados Unidos, en la década del
sesenta, cada millón de dólares de inversión industrial generaba entre cuarenta
y cincuenta puestos de trabajo, la misma inversión en 1994 produjo la creación
un cuarto de puesto de trabajo. Es decir que se requería entonces cuatro
millones para generar un puesto de
trabajo. En treinta y cinco años el sistema exige una inversión doscientas
veces mayor para demandar la misma cantidad de trabajadores. Estas cifras van
en aumento. En el caso de Argentina, en la industria pesada se puede observar
que en 1990 producir una tonelada de acero requería 14,8 hs/hombre, cinco años
después se necesitaba sólo 9 hs/hombre, se había reducido el 40% de trabajo
humano, por lo tanto menos puestos de trabajo.
Un sistema que
requiere expulsar mano de obra para seguir avanzando está, al mismo
tiempo, reduciendo la capacidad promedio
de consumo de la población. Si bien el argumento utilizado por los economistas
es que la robótica abarata la producción y, en este sentido, se beneficia al
consumidor, cosa innegable, no puede ocultarse que una parte importante de los
consumidores son los trabajadores y que sin ingresos no podrán consumir.
Terrible paradoja que enfrenta un sistema que necesita vender en escalas como
no se habían conocido antes, de allí la cultura del consumismo, y que por la
otra punta deja cada vez más gente fuera del mercado.
La propia lógica de
este sistema lo lleva a emprender una loca carrera hacia el abismo. La que no
parece tener solución dentro de los términos en los que el poder
político-económico está plantado. El presidente de la B.M.W., empresa
automotriz alemana, sostenía un diagnóstico similar. Afirmaba que “la
productividad aumenta en una medida tal que podemos producir cada vez más
coches con menos trabajo... Sólo si consiguiéramos vender B.M.W. en todos los
rincones del planeta, habría alguna posibilidad de asegurar los puestos de
trabajo actuales”.
Dice Jeremy Rifkin[1]
que ya Carlos Marx había advertido esta contradicción, ya que pensaba que los
propios capitalistas iban a detener el proceso de suplantación de hombres por
máquinas. El riesgo de encontrarse ante la falta de consumidores iba a ser el
punto de quiebre del problema. Leamos sus palabras:
Efectivamente, mediante la
eliminación directa del trabajo humano del proceso de producción y mediante la
creación de un ejército en la reserva formado por desempleados cuyos salarios
podrían ser constantes y permanentemente reducidos, los capitalistas podían
estar inconscientemente cavando su propia tumba, puesto que serían cada vez
menos los consumidores con suficiente nivel adquisitivo para comprar sus
productos.
[1] Sociólogo, economista, escritor, asesor político y activista
estadounidense. Investiga el impacto de los cambios científicos y tecnológicos
en la economía, la fuerza de trabajo, la sociedad y el medio ambiente.
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