A lo largo de estas
páginas, hemos considerado esa compleja dialéctica en la que está
necesariamente inmerso el sujeto humano desde sus orígenes, como ya quedó
dicho. Como un punto de quiebre de este milenario proceso, la Revolución Industrial
fue un salto determinante, configurador de un nuevo perfil de sujeto. La Modernidad
había trazado sus líneas generales y acentuado los rasgos individualistas que
fueron aislándolo del juego de las relaciones solidarias tradicionales,
heredadas entre los siglos XI y XV, en la Europa occidental. Esa revolución
sumergió al sujeto moderno en el mar de las multitudes de las grandes ciudades.
La paradojal situación de los siglos XX y XXI —que
crea un nuevo escenario, la sociedad posindustrial— mostró otra novedad: vivir
aislado y acorralado en el seno de la muchedumbre de la sociedad de masas. La
sociedad de la comunicación encuentra a este sujeto encerrado en sí mismo. Esto
explica, en parte, la ansiedad y la angustia imperantes.
El bien-estar (no, el buen-vivir) como
forma y meta de la búsqueda de una felicidad propuesta desde el mercado, halla
una satisfacción efímera comprando los bienes de la lista de las necesidades
insatisfechas, prolongada hasta el infinito, en tanto los modos satisfactorios
son pasajeros y evanescentes. El profesor Mateo Aguado[1] ha investigado el tema del
paradigma de la satisfacción, y señala las dificultades de la disparidad de
criterios que lo rodea. Sostiene:
Esta falta de acuerdo ha
condicionado en gran medida las dificultades de su evaluación, a la vez que ha
ralentizado su ascenso como paradigma emancipatorio frente al discurso
dominante del dinero; un discurso que, bajo denominaciones como bienestar económico o nivel de vida, ha penetrado profundamente
en el imaginario colectivo (sin ser, ni mucho menos, sinónimo de una vida
buena). A la hora de abordar la evaluación del bienestar humano es importante
establecer una nítida distinción entre sus dos posibles dimensiones: la objetiva y la subjetiva. Mientras la primera de ellas se centra fundamentalmente
en los aspectos materiales, la segunda captura la evaluación que los individuos
tienen sobre sus propias circunstancias (es decir, lo que piensan y sienten).
Es muy interesante
el planteo temático de las dos dimensiones, muchas veces diluidas en este tipo
de investigación. La subjetiva, que
podría asimilarse a un concepto análogo, la sensación
térmica, depende de cada cultura y cada momento histórico, lo que hace muy
dificultoso trazar comparaciones o modelizar su análisis. Hoy, el peso
determinante de la cultura consumista marca a fuego la conciencia colectiva y
la sume en una carrera inacabable. En tanto el tema se plantee en esos términos,
avanzar es claramente frustrante. Sin embargo, no es menos dificultoso abordar
la dimensión objetiva, puesto que las
necesidades están trabajadas por los deseos, en medio de un mercado
publicitario de alto poder de fuego.
Colocados frente a
este panorama, no podemos menos que tomar nota de la disparidad de fuerzas con
la que debe afrontarse la batalla cultural en curso. El sujeto
posmoderno ha caído en el desánimo, en la abulia, en el conformismo, en la
derrota o, negando todo ello, se entrega gozoso al disfrute individual,
engañoso y esterilizador. Cualesquiera de estas actitudes está lejos de
abandonar el paradigma del bien-estar, para comenzar a aproximarse al buen-vivir.
Se torna necesario
recuperar —para abrir una brecha hacia adelante en esta investigación— una
dimensión humana postergada, abandonada o desvalorizada en este largo último
tiempo, la dimensión espiritual. Este
concepto, para gran parte de la conciencia colectiva actual, presenta aristas
inaceptables o de difícil digestión, en tanto se las asimila al tratamiento que
las religiones tradicionales han efectuado de ellas, o a las que han irrumpido
en manos de las olas de la New Age[2], que han penetrado, a través de los
medios y librerías especializadas, con la promesa de recetas fáciles.
[1] Licenciado en Biología por la Universidad Complutense de Madrid,
Máster Universitario en Cambio Global por la Universidad Internacional Menéndez
Pelayo (UIMP) y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
Investigador del Laboratorio de Socio-Ecosistemas de la Universidad Autónoma de
Madrid.
[2] El término Nueva era o New age —utilizado durante la segunda mitad del
siglo XX y principios del XXI— se refiere a la Era de Acuario y nace de la
creencia astrológica de que cuando el Sol pasa un período (era) por cada uno de
los signos del zodíaco, se producen cambios en la Humanidad.
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