Para dar un transitorio punto final a estas
reflexiones, voy a presentar un modo diferente de pensar lo humano: la sabiduría. Desde ella, la comprensión se
ahonda, se torna más densa, más profunda, pretende ver y comprender lo que El principito[1]
advertía: «Lo esencial es invisible a los ojos». Entonces, ¿cómo, qué y desde
dónde se mira? La respuesta posible requiere recuperar una dimensión ya
aparecida: el espíritu, como la
disposición que transforma la percepción y el análisis. Esta óptica deconstruye y reconstruye la realidad y posibilita, así, el acceso a zonas
escondidas detrás de la superficie de la vida cotidiana. Zonas presentes pero ocultas
para el que mira sin ver, nos
advierte Atahualpa Yupanqui. Ese mirar
sin ver es la condición habitual del ciudadano
de a pie, arrastrado por una cotidianeidad monótona. No ve, porque no sabe
hacerlo; por ello, no se detiene a
mirar. Para hacerlo, se impone la tarea de crear interiormente la necesidad
espiritual, el deseo de ver lo esencial,
lo invisible para el desinteresado.
Una definición de este pensar para mirar
y mirar para pensar puede encontrarse
en estas palabras:
La filosofía es un caminar
que se debe hacer empapándose de lo real, de lo finito y lo infinito, de lo
efímero y de lo eterno. Y es un caminar enamorado, un caminar anhelante que
nunca debe perder el asombro y la admiración por la maravilla de la realidad…
El ser humano no puede agotar lo real, pero tampoco es a lo que está llamado.
Al igual que la máxima expresión humana, que es el amor, no necesita agotar al
otro para hacerse pleno, el hombre no necesita agotar lo real para ser
filósofo… es, en definitiva, "dejar ser a lo real".[2]
Este pensar
predispone una actitud diferente: un mirar enamorado de la vida, un mirar que
necesita y quiere comprometerse en la construcción de caminos emancipadores, en
la sabiduría de que ello se hace con la compañía de otros, sin los cuales ese
caminar se torna estéril.
La buena vida comienza a mostrarse cuando ya
estamos en condiciones de vislumbrarla, en disposición de abandonar lo que hace
ciega y pesada nuestra conciencia, lo que nos ata a necesidades superfluas y,
por ello, enturbia nuestra mirada con las nieblas de las cosas sin sentido.
La milenaria
tradición recurría a pequeños cuentos, parábolas, para dejarnos sumergir en las
cristalinas aguas de la sabiduría, para encontrar allí un modo distinto de
aproximarnos a la felicidad. La escritora y poeta Grace María Nóbrega Alves[3] (1964)
nos ofrece la siguiente reflexión:
La
felicidad vive ahí. Tiene forma de sonrisa y de perfume del campo cuando las
flores pequeñitas revientan en el suelo. Tiene las palabras, vestidas por el
sol de la mañana. Se la puede colgar como un collar y se contagia porque quema,
ilumina y seduce. Está ahí, en la curva de hoy, escondida bajo las piedras del
miedo, de la desconfianza, de la enfermedad… Tenemos que descubrirla. Está a
nuestro alcance. Está en las cosas pequeñas que componen las horas de nuestros
días, en los silencios iluminados de las miradas que alegran nuestra mirada, en
aquellos momentos fríos que nos impiden mirar el cielo. Está en el abrazo
apretado de los amigos, en la suavidad de nuestros hogares, en el sabor antiguo
de la comida de nuestra casa, que todavía humea, en el beso que nos espera al
final del día. La felicidad esta en nosotros: en nosotros con nosotros, en
nosotros con los otros, en nosotros con Dios, tenga este el nombre que tenga.
A veces nos engañamos en la
forma de buscarla. Tu verdadero secreto está ahí, en esas manos que viven al
final de tus brazos, en esos pies que soportan el peso de tu cuerpo, en ese
corazón que insiste en latir, en esos ojos capaces de embriagarse con la
belleza de las cosas. Si quieres voy contigo. Nos necesitamos mutuamente para
encontrar la curva cierta sin perdernos en el camino.
Si la palabra “revolución” recobra su sentido
etimológico de ‘girar, dar vueltas’, dejando de lado los caminos de la
violencia, puede comprenderse como un acto de servicio. Desde este diferente
significado, se entienden mejor las palabras de Ernesto
Guevara: «El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor». En
tanto tal, es una búsqueda de una buena
vida para todos. Las palabras de la poeta ahora cobran un significado más
profundo y vivencial.
Entonces, la buena vida comienza dentro de
nuestro corazón, cuando el otro se convierte en alguien digno e importante para
vivir con él, cuando juntos comenzamos a ayudar a los que más padecen
(servicio), si las pequeñas cosas de la vida son lo más importante para nuestra
alegría, como nos enseña nuestra poeta. Pecamos de arrogancia y ceguera cuando
nos proponemos cambiar el mundo, pero no comenzamos por cambiar nosotros. Las
terribles estructuras sociales injustas hallan parte de sus cimientos en lo más
profundo de nuestros corazones.
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