El papel de los medios de comunicación en la política contemporánea nos obliga a preguntar por el tipo de mundo y de sociedad en los que queremos vivir, y qué modelo de democracia queremos para esta sociedad. Permítaseme empezar contraponiendo dos conceptos distintos de democracia. Uno es el que nos lleva a afirmar que en una sociedad democrática, por un lado, la gente debe tener a su alcance los recursos para participar de manera significativa en la gestión de los asuntos públicos (modelo idealizado de la democracia ateniense), y, por otro, los medios de información deben ser libres e imparciales. Estaríamos frente a una definición clásica. Si se busca la palabra democracia en el diccionario se encuentra una definición bastante parecida a lo que acabo de formular. La Real Academia Española dice: “1.- Doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno. 2.- Predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado".
Una idea alternativa, más práctica que teórica, de democracia es la que plantea que no debe permitirse que la gente se haga cargo de sus propios asuntos, a la vez que los medios de información deben estar fuerte y rígidamente controlados, aunque esto no aparezca en los debates públicos. Se desprende de los primeros ensayos históricos, tanto en Francia como en América del Norte. Quizás esto suene como una concepción anticuada de democracia, pero es importante entender que, en todo caso, es la idea predominante hoy. Debemos ubicar su tratamiento y difusión a partir de la década de los setenta con la aparición de la Trilateral Comissión (1973) [Sobre este tema puede consultarse mi trabajo “Las brujas no existen pero…” en la página www.ricardovicentelopez.com.ar, o en google]. Época en que se comienza a investigar seriamente el problema de la estabilidad y gobernabilidad de la democracia occidental. Tal vez este tipo de afirmación pueda sorprender, para lo cual debo decir que en los debates de los Padres Fundadores de los Estados Unidos en el siglo XVIII se proponía una democracia restrictiva y que a comienzos del siglo XX los liberales de ese país, con Walter Lippmann a la cabeza, lo decían sin tapujos. Fundamentaba su posición en el riesgo de los desbordes de lo que él denominó “el rebaño desconcertado”, es decir “el público-masa” sin la conducción de los “jefes de la Nación”. [Se puede consultar en la misma página “La democracia ante los medios de comunicación”].
Veamos algunas de las afirmaciones de uno de los teóricos más importante del liberalismo estadounidense, para comprender lo que pensaba cuando formó y fue parte de las “misiones propagandísticas” y reconoció posteriormente sus logros. Arguyó que lo que él llamaba “revolución en el arte de la democracia” podía utilizarse para “fabricar consenso”, esto es, “para lograr que el público estuviera de acuerdo con cosas que no quería, utilizando a tal efecto las nuevas técnicas de propaganda”. Estas técnicas eran necesarias porque, como dijo, “los intereses comunes están totalmente fuera del alcance de la comprensión de la opinión pública” y “sólo puede comprenderlos y dirigirlos una clase especializada formada por hombres responsables que tienen la inteligencia suficiente para resolver los asuntos”.
El elitismo aristocratizante de Lippmann no requería apelar a disimulos. Lo que puede sorprender a nuestra generación es que pudiera afirmarse esto respecto de la democracia, que contradice el concepto que se sigue enseñando en institutos y universidades. Lo que debemos recuperar de todo esto es que esos hombres políticos tenían presente que el modo de plantear los temas económicos, su desigual distribución, acarrearía necesariamente conflictos sociales. Por tal razón las “técnicas de propaganda” debían apuntar a “fabricar consenso” adoctrinando al “rebaño desorientado” para evitar una “estampida” de consecuencias incalculables. En palabras de hoy: naturalizar las estructuras socioeconómicas de modo que fueran aceptadas como una ley del desarrollo social o, como es común en el país del norte, como disposición divina.
El famoso y muy publicitado “self made man”, fundamento cultural del individualismo liberal, era el modo de ascender en la escala social, escala que, supuestamente, estaba a disposición de todo aquel que tuviera la capacidad y el coraje de subirla. Esos, los mejores, los triunfadores, son el modelo en el que deben mirarse y aprender todos los demás. Es así que la libertad social y política es amplia y está abierta pero premia a los “winners”, los otros no merecen que se les preste atención.
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