Tal vez, no sea tan evidente el malabarismo argumental de Locke y lo que persigue con su laberinto silogístico; por ello, vamos a detenernos un momento y a repasar lo que nos está proponiendo. Un poco de historia. El triunfo de la revolución burguesa ha introducido, en la legislación, el criterio de la igualdad de todos los seres humanos ante la ley. Esta igualdad se desprende de un derecho natural que exige que se respete esa dignidad del hombre que, por su solo nacimiento, lo coloca en un plano de igualdad con el resto de sus congéneres. Este hecho es irrefutable e irreversible. Es una bandera revolucionaria que se enarboló tras la derrota del imperio de los “derechos divinos”.
Ahora bien, el triunfo de la revolución burguesa ha logrado ser parte de los beneficios de la expansión imperial inglesa. Esta expansión de carácter imperial se lanza a la conquista de las “tierras libres”, es decir aquellas que no pertenecen a un estado organizado constitucionalmente con una autoridad y una justicia que preserve e imponga la vigencia de los “derechos humanos”, según se ha institucionalizado en las naciones que han accedido al “estado civil”. Este estado está perfectamente descrito, prescrito y establecido en los países centrales (Inglaterra, Francia) que se convierten en paradigmas de ese modelo de estado. Todos aquellos que no reúnen las condiciones necesarias para ser considerados miembros del estado civil, todavía se encuentran en el “estado de naturaleza”, librados a las luchas por la defensa de los derechos individuales, por medio de la fuerza privada.
Hemos podido ver en notas anteriores cuáles eran las condiciones en que se desenvuelve la vida en el “estado de naturaleza”, según las describe el propio Locke. Como la propiedad privada es un derecho establecido legalmente en el “estado civil”, los otros “estados”, por ser etapas previas en la evolución histórica, no han accedido a este nivel de organización política. Al encontrarse en un estado natural, sin ley, sin autoridad, sin juez, cada uno es dueño y responsable de lo que tiene, y debe defenderlo con sus propias fuerzas. Otra de las dificultades que se le presenta al hombre perteneciente al “estado civil” es que, en esas “formas naturales”, tampoco existe una reglamentación de la propiedad privada, por lo que se encuentra en la necesidad de defenderse de cualquier ataque a su persona o a sus bienes.
Además, la carencia de una ley que fije y reglamente el funcionamiento de la propiedad no permite saber cómo comportarse en esos casos. Viendo que los habitantes de esos países no ejercen legítimamente la posesión de los bienes naturales (animales, tierras, ríos, etc.) y estos se encuentran entonces en “estado de libre disponibilidad”, es fácil comprender que cada uno pueda apropiarse para sí de lo que “no es de nadie” en ese “estado de naturaleza”. Aquí se presenta una situación legal que es necesario analizar detenidamente.
El giro que toma la argumentación, llegado a este punto, puede ser sorprendente, pero no puede negarse que su argumentación está construida con solidez. El estado de naturaleza, por su carencia y vacíos en el ordenamiento legal, hace que los conflictos puedan aparecer a cada momento. Si bien Locke no avala lo que Hobbes sostiene acerca de que el “estado natural” es de “guerra de todos contra todos”, debe admitir que la lucha aparece con frecuencia, a causa de la anarquía reinante. Si recordamos que cada quien tiene el derecho y la obligación de defenderse, el hombre del “estado civil”, encontrándose en tierras de “estado de naturaleza”, se ve forzado a defenderse ante los ataques que puede recibir de aquellos que no aceptan el imperio de las normas del estado jurídicamente organizado. Es decir, aquellos que atentan contra la ley civilizada —que es una ley para todos los hombres del mundo que viven en forma “civil”, una ley “universal”— se convierten en delincuentes, opositores a las formas civiles.
Aparece acá, argumentativamente, quiénes son los culpables de los conflictos, luchas o estados de guerra, originados en la tozudez, en la intemperancia, en la prepotencia que exhiben al oponerse a las leyes universales de los “estados civiles” que representan las formas jurídicas modernas, por las que se rigen esos estados. Su negativa promueve la guerra.
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