El sistema de poder se enfrenta, desde hace unas décadas, con una serie de dificultades que es necesario resolver para recuperar un tema importante que la politología reciente ha designado la “gobernabilidad”. Este concepto aparece definido como «La capacidad de una sociedad para enfrentar positivamente los retos y oportunidades que se le plantean en un momento determinado». No es sorprendente que en las últimas décadas se haya impuesto este tema como un problema académico, derivado de la sucesión de crisis que a partir de los setenta se abatieron sobre el planeta. En lo referente a la crisis política, que no tuvo la exposición mediática de las crisis económico-financieras, es necesario detectar la capacidad del sistema informativo para mantenerla invisibilizada. Una razón muy importante, según mi criterio, es que ponerla en debate arrastraría un cuestionamiento al sistema capitalista en su totalidad que en aquella había adquirido una nueva virulencia. Dado este tema como eje para pensar, propongo una digresión, dentro de la línea de desarrollo de estas páginas, para aclarar esta encrucijada histórica, denominada antes “el síndrome de Vietnam”, aunque era mucho más que eso.
Aquella certeza de que las críticas y cuestionamientos al sistema capitalista eran una especie de sarpullido adolescente comenzaba a resquebrajarse. Los que sostenían, como actitud tranquilizadora, que nada serio estaba sucediendo y lo expresaban burlonamente: “De jóvenes, incendiarios y de grandes, bomberos”, o con una frase atribuida al político conservador británico Winston Churchill (1874-1965): “Quien no ha sido socialista a los veinte, es un insensato; quien sigue siéndolo después de los cuarenta, es un estúpido”, empezaban a inquietarse.
La conciencia de que en los sesenta y comienzos de los setenta se estaba dirimiendo la continuidad del sistema indujo al establishment del Norte a conformar un comité de “notables” para abordar el tema. Había llegado la hora de contener la marea, de obligarla a replegarse. La década de las revoluciones dejó grandes enseñanzas a los dueños del mundo. Repuestos éstos de las pérdidas y desgastes de las dos guerras, más las luchas por la liberación de los pueblos periféricos, comenzaron a pensar en cómo encarrilar el cuarto final del siglo XX. Se crea entonces la “Comisión Trilateral”, con el objetivo de acordar políticas entre los tres grandes grupos capitalistas (Estados Unidos, Europa y Japón) para definir el curso del último cuarto de siglo, ante lo que consideraban como amenazas ciertas —la Unión Soviética y las luchas revolucionarias— que provocaban un desorden perjudicial para la estabilidad internacional.
Tal vez, pueda ser iluminador analizar la propuesta del presidente de los Estados Unidos, James Carter, de comienzos de los años setenta: la vigencia de un “Nuevo Orden Internacional”. Este “orden”, que venía planificándose desde fines de la década anterior, contiene germinalmente el proceso que derivó en lo que se conoció después como la “globalización”. En 1973, en Tokio, el célebre banquero David Rockefeller (1915) convoca a financistas, representantes de las empresas multinacionales y representantes de centros de estudio e investigación privados y lanza la “Trilateral Commission”. Esta Comisión tuvo como primer presidente a un profesor de la Universidad de Columbia, Zbigniew Brzezinski (1928), quien después pasó a ser Asesor de Seguridad y Política Exterior del Presidente Carter.
En un artículo suyo, publicado en la revista Foreign Affaire, en 1970, expone su visión de este “Nuevo Orden Mundial”: «Se hace necesaria una visión nueva y más audaz: la creación de una comunidad de países desarrollados que puedan tratar de manera eficaz los amplios problemas de la humanidad. Además de los Estados Unidos de América y de Europa Occidental, debe incluirse a Japón (...) Un consejo formado por miembros de los Estados Unidos, Europa Oriental y Japón, que fomente encuentros regulares entre los jefes de gobierno, pero también entre personalidades menos importantes, sería un buen comienzo».
En un libro de su autoría, Entre dos edades: el papel de los Estados Unidos en la era tecnotrónica (1970) este profesor de la Universidad de Columbia , ya argumentaba de este modo: «El empuje tecnológico y la riqueza económica de los Estados Unidos permiten expandir el sentido del concepto de libertad e igualdad, pasando de lo formal y exterior a las órbitas de lo personal e interior de la existencia social del hombre (...) podría construir un marco social para la síntesis de las dimensiones exterior e interior del hombre (...) [la finalidad] es la construcción y el fortalecimiento de la comunidad estable de naciones desarrolladas (...). [Pensaba] formar, al principio, sólo un consejo consultivo de alto nivel para la cooperación internacional, que congregaría regularmente a los Jefes de Gobierno del mundo desarrollado para discutir problemas comunes».
No creo que exija mayor esfuerzo leer, en estas palabras, el anticipo de lo que sería, en su etapa de plena realización, la globalización. Esta nueva estructuración del planeta debía ser acompañada por un “Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación”, como pocos años después, en el Seminario Dag Hammarskjöld, de 1975, los periodistas representantes de países del Tercer Mundo dieron a conocer una declaración que afirmaba:
«El Nuevo Orden Económico Internacional requiere una nueva estructura de comunicaciones y de información mundial. Un cuasi monopolio de las comunicaciones internacionales, incluidas aquellas entre países del tercer Mundo, por parte de las empresas transnacionales, vinculado a su dominio de muchos, y su influencia en casi todos los medios de comunicación social del Tercer Mundo, es un elemento básico del actual modelo jerárquico de dominación ideológica y cultural por parte del centro».
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