(Premio Nobel, es
profesor de Economía en la Universidad de Columbia. Su último libro es El precio de la desigualdad: cómo la
división actual de la sociedad pone en riesgo nuestro futuro).
Comenta que esto no sería tan malo si hubiera
aunque sea un poco de verdad en la teoría del derrame: la peculiar idea de
cuanto más rápido se enriquezcan los de arriba desbordaría la copa de la
riqueza y se derramaría en beneficio de
todos. Pero lo que se puede observar hoy, según sus estudios, es que la
mayoría de los estadounidenses se encuentran peor (con menos ingresos reales
ajustados por la inflación) que una década y media atrás, en 1997. Todos los
beneficios del crecimiento fueron absorbidos por la cima de la pirámide social.
Responde al argumento de los defensores de este proceso político-económico de
la última década:
Los defensores de la
desigualdad estadounidense argumentan que los pobres y los que están en el
medio no tienen por qué quejarse: puede ser que la porción de torta con la que
se están quedando sea menor que antes, pero gracias a los aportes de los ricos
y superricos, la torta está creciendo tanto que en realidad el tamaño de la
tajada es mayor. Pero una vez más los datos contradicen de plano este supuesto.
De hecho, EE.UU creció mucho más rápido durante las décadas que siguieron a la
II Guerra Mundial, cuando el crecimiento era conjunto, que después de 1980,
cuando comenzó a ser divergente.
Si la versión de este tipo de análisis no
estuviera ocultada por los grandes medios de comunicación internacionales, de
los que se alimentan lo medios nacionales, esto no debería sorprender y podría comprender
cuál es el origen de la desigualdad: «La búsqueda de rentas distorsiona la
economía». No debe entenderse que él afirme que las fuerzas del mercado no
influyen, sí lo hacen pero los mercados dependen de la política, y «en EE UU,
con su sistema cuasi-corrupto de financiación de campañas y el ir y venir de
personas que un día ocupan un cargo público y al otro están en una empresa
privada, y viceversa» entonces «la política depende del dinero». Muestra uno de
los tantos aspectos de cómo funciona el sistema:
Por ejemplo, cuando la
legislación de quiebra privilegia los derivados financieros por encima de todo,
pero no permite la cancelación de las deudas contraídas por los estudiantes
para pagar sus estudios (por más deficiente que haya sido la educación recibida
por los deudores), es una legislación que enriquece a los banqueros y empobrece
a muchos de los que están abajo. Y en un país donde el dinero puede más que la
democracia, no es de extrañar la frecuencia con que se aprueban esas leyes.
Pero, es necesario afirmar, contra el discurso
imperante, que el aumento de la desigualdad no es una fatalidad inevitable:
Hay países con economías de
mercado a los que les está yendo mejor, tanto en términos de crecimiento del
PIB como de elevación de los niveles de vida de la mayoría de sus ciudadanos.
Algunas incluso están reduciendo las desigualdades. Estados Unidos paga un alto
precio por seguir yendo en la otra dirección. La desigualdad reduce el
crecimiento y la eficiencia. La falta de oportunidades implica que el activo
más valioso con que cuenta la economía (su gente) no se emplea a pleno. Muchos
de los que están en el fondo, o incluso en el medio, no pueden concretar todo
su potencial, porque los ricos, que necesitan pocos servicios públicos y temen
que un Gobierno fuerte redistribuya los ingresos, usan su influencia política
para reducir impuestos y recortar el gasto público. Esto lleva a una
subinversión en infraestructura, educación y tecnología, que frena los motores
del crecimiento.
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