Hemos analizado el papel central del lenguaje
en la vida de cada ser humano, la importancia definitoria de su presencia, de
su uso y de su interpretación. En gran parte, nos hemos movido dentro de un
universo que suponía una relación personal, casi de cara a cara, en el proceso
comunicacional. Pero la vida moderna ha mediatizado
las relaciones personales, directa o indirectamente. Equivale a decir que, a
diferencia de la interlocución de la sociedad tradicional, ha aparecido un
intermediario que fue ganando cada vez más espacio. El neologismo “mediatizar” es el modo mediante el cual las
ciencias de la comunicación se refieren a este fenómeno desconocido antes del
siglo XX. Expresa la nueva realidad que se fue incorporando para re-estructurar
la información que circula entre las personas, ahora planetarizadas[1].
La Academia define mediatizar como: «Intervenir
dificultando o impidiendo la libertad de acción de una persona o institución en
el ejercicio de sus actividades o funciones». Propongo una interesante
comparación con el significado que da del verbo “desinformar”: «Dar información
intencionadamente manipulada al servicio de ciertos fines. Dar información
insuficiente u omitirla». La desinformación, según Wikipedia, «es la acción y efecto de procurar en los sujetos el
desconocimiento o ignorancia y evitar la circulación o conocimiento de datos,
argumentos, noticias o información que no sea favorable a quien desea
desinformar. Habitualmente, es utilizada en referencia a los medios de
comunicación, pero estos no son los únicos medios por los cuales se puede desinformar».
Es fácil encontrar unas cuantas conexiones entre ambos términos.
El análisis de estas definiciones abre
espacios de reflexión sobre el uso cotidiano del vocablo desinformar, sobre
todo dentro de los mismos medios, algo que no sólo no hacen, sino que también
los aguachentan bastante.
La presencia de esa mediación ha condicionado las subjetividades de los hombres y
mujeres, con especial énfasis a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Su
presencia ha infiltrado nuevos modos de ver, pensar y comunicar los hechos de la realidad. El escritor Edgar
Borges[2] ha
reflexionado sobre este tema en un artículo que tituló Vida cotidiana y vida mediática. El título ya nos sugiere que
nuestra vida, es decir nuestra relación con el mundo que nos circunda, puede
ser vista, conocida, pensada desde dos dimensiones diferentes: una, desde la
mirada directa de nuestros ojos; otra, a través de los medios que nos la muestran
y relatan.
Borges parte de una cita de Georges Perec[3]
(1936-1982), quien, pensando cómo nos llega esa realidad mediatizada, escribe:
Quien nos habla, me da la impresión, es siempre el
acontecimiento, lo insólito, lo extraordinario: en portada, grandes titulares.
Los trenes sólo empiezan a existir cuando descarrilan y cuantos más muertos
hay, más existen; los aviones solamente acceden a la existencia cuando los
secuestran; el único destino de los coches es chocar los árboles: cincuenta y dos
fines de semana al año, cincuenta y dos balances: ¡tantos muertos y tanto mejor
para las noticias si las cifras no cesan de aumentar! Es necesario que tras
cada acontecimiento haya un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida
no debiera revelarse nada más que a través de lo espectacular, como si lo
elocuente, lo significativo fuese siempre anormal: cataclismos naturales o
calamidades históricas, conflictos sociales, escándalos políticos.
La cita da lugar al comentario de Edgar
Borges respecto de lo que cada quien
observa en la calle, y compara la vida
cotidiana con la vida mediática:
Con el paso del tiempo, la
estructura mediática dominante (en cada momento histórico), a nivel
informativo, ha ido creando una vida artificial que muy poco o nada tiene que
ver con la vida anónima, sencilla, íntima, de las personas. Del periódico que
ejercía de intermediario del poder en una determinada región, pasamos al voraz
crecimiento de una industria televisiva que en las últimas décadas del siglo XX
terminó de consolidar la realidad, según el criterio del mercado de consumo
mundial (bajo la dictadura del morbo y del miedo). Y hoy, siglo XXI, cuando las
llamadas “nuevas tecnologías” (Internet, como la Madre Red) le “regalan a cada
quien una realidad satélite de la realidad colectiva impuesta, hemos asumido
(al ciento por ciento) el guion de una falsa (y mediocre) instantaneidad.
Cambiamos la memoria vivencial por la memoria mediática. Ya no hay educación ni
cultura que valga; la pauta la dicta la industria de la estupidez. Hay un molde
de realidad para cada grupo consumidor.
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