La dicotomía que presenté en la nota anterior
pintaba un juego sinuoso de la Historia en el que, después de siglos de
explotación del trabajo, la Revolución industrial inglesa (1750-1800) dio paso
a un modo de producción que acentuó esa explotación. Pero que, al mismo tiempo,
agudizó la conciencia colectiva iluminada por el pensamiento de los
socialistas, los comunistas y anarquistas, y comenzó a reclamar mejoras que
fueron modificando paulatinamente el cuadro social del trabajador. En un
sentido muy amplio, se puede sostener que todos los pensadores críticos del
capitalismo naciente eran filósofos, para nombrar sólo a algunos: Pierre Joseph
Proudhon (1809-1865), Mikhail Bakunin (1814-1876), Karl Marx (1818-1883), Piotr
Kropotkin (1842-1921). Ellos, a pesar de sus diferencias, propusieron un modo
de pensar el hombre y la sociedad dentro
del contexto de la historia, que incluía aspectos políticos, económicos,
institucionales, jurídicos. Es decir, una filosofía
social.
Leamos, entonces, este problema como lo plantea
el profesor Viñuela Rodríguez:
La filosofía nos ayuda a
comprender el mundo, es la madre de las ciencias y su guía. Porque la filosofía
es cosmovisión, nos ayuda a tener una visión global e integradora del saber. Es
una disciplina imprescindible para poder pensar el mundo de la
híper-especialización en el que vivimos. Nos aporta una luz general, un poco de
orden y de sentido común que nos permiten no perdernos en el marasmo de los
saberes especializados y del saber hacer,
frente al mero saber por el solo hecho de saber. La filosofía también nos ayuda
a entender la ciencia, a plantearnos sus relaciones con otros ámbitos de la
sociedad, porque la ciencia no es neutral, la ciencia actúa dentro de un
complejo industrial, político, social y militar. Y la ciencia tampoco está exenta
de valores. Y los valores son un objeto propio de estudio filosófico,
concretamente, la ética. La ciencia nos enseña cómo es el mundo y su
aplicación, que tiene estrecha relación con lo político, con lo empresarial, lo
económico y con lo militar, nos permite gobernarlo y aprovecharlo. La filosofía
nos permite entender este fenómeno. Y la ética, como saber normativo que es,
nos permite valorar el saber tecnocientífico. Lo cual es algo importante,
porque, de esta manera, la ética es una guía sobre el deber ser de la ciencia,
ya que la ciencia no puede estar en manos sólo de la política económica y del
mercado.
No debe escapársenos la advertencia, que ya
hemos analizado en una nota anterior[1],
respecto al divorcio entre la ciencia y la ética. Cuando ambas avanzan por
senderos desencontrados, se corren serios riesgos en un mundo cuyo potencial
militar destructor puede acabar con varios planetas Tierra. La fascinación por
el mundo tecnológico es promocionada por intereses inconfesables a los que
mueve solamente el interés de hacer dinero a cualquier precio. La tecnología en
esas manos dispone de los drones[2],
máquinas autónomas de matar a distancia. La investigación científica sin una
guía ética tiende a rebasar todos los límites humanos. El profesor comienza a
justificar y legitimar la necesidad de la filosofía:
De esta forma la
tecnociencia se convierte en un instrumento del poder que aliena al hombre y le
sirve al propio poder para tratar al hombre como un instrumento y a la
naturaleza como objeto meramente de explotación. La filosofía es un saber que
nos hace pensar sobre todo esto y que nos sirve para entender mejor la ciencia
y con ello entender mejor a la sociedad y evitar los males, por un lado, de los
aprendices de brujo y, por otro, de la ambición de los poderosos y de los
ricos. La filosofía nos da una visión integradora de la ciencia en tanto que es
conocimiento del mundo y también acción sobre el mundo. También nos ofrece una
visión integradora del mundo, porque la filosofía es un discurso de segundo
orden que, partiendo de las ciencias, nos ofrece una visión global y unitaria
del mundo. Le otorga un sentido que la ciencia, como saber sólo teórico y
absolutamente especializado, no le da. Pero sí la filosofía, porque ésta en
tanto que ética se permite valorar.
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