En una sociedad tradicional, en la cual priman
las relaciones cara a cara, la información necesaria para la vida cotidiana se
obtiene de la observación de la realidad circundante o de la que pueden
comunicar otros miembros de la comunidad. La transparencia de los mensajes,
dentro de las limitaciones que imponen tradiciones, mitos, leyendas,
concepciones religiosas, etc., es evidente y conforma una conciencia colectiva
de confianza y solidaridad. No es muy difícil comprender que la sociedad
industrial y posindustrial —de alta complejidad, con intereses expuestos y/o
velados por una distribución inequitativa de las riquezas concentradas en muy
pocas manos— imponen el dispositivo cultural de ocultar todo ello por la necesidad
de evitar la aparición de conflictos sociales que cuestionen el orden
instaurado. Requiere el uso de mecanismos cada vez más sofisticados que aporten
al logro de tales fines. El control del lenguaje, de sus significados, para
manipular y distorsionar el contenido de los mensajes es el modo encontrado la
denominada, como ya hemos visto, la sociedad mediatizada.
No es este un fenómeno reciente, tiene una muy
larga historia que reconoce, como un punto histórico de inicio, la aparición de
la sociedad de clases[1]. El
paso de una sociedad comunitaria a una de clases requirió el ocultamiento de
los privilegios que comenzó a guardar para sí un pequeño sector de sus
miembros. Pero, para no ampliar mucho el
período analizado, puse la sociedad industrial como punto de partida.
A pesar de ello, sigamos la lectura que nos propone
Marta Riskin sobre el manejo de las interpretaciones de algunos mitos fundantes
de la cultura occidental, para rastrear los viejos orígenes que guardaron, a
través de los tiempos, mensajes conteniendo advertencias ejemplarizantes:
¿Qué ocurre cuando la
visualización colectiva de la extinción de los paquidermos no requiere más
intermediario que un modesto noticiero? Mi ejemplo es intencional y apremiante.
Hoy, la mayoría de los medios masivos de comunicación despliega mitos que
manipulan nuestras emociones, nos sumergen en terroríficas tragedias, y luego,
entre entretenimientos ramplones y chocolates agrios, pretenden consumamos
desde alivio de plástico a angustias inventadas. Frente a nuestros ojos,
extienden mesas de insultos, silogismos vacíos, groseras mentiras y, de postre,
justificaciones a asesinatos, secuestros y negociados.
Este modo de
manejar el complejo mundo de las informaciones no tiene nada de inocente,
esconden perversas intenciones: generar temores, ansias diversas, alegrías
superficiales, adhesiones o rechazos evanescentes, etcétera, que nos vayan
sumiendo en un clima artificial, construido con verdades a medias, falsedades,
noticias impactantes. El objetivo fundamental es obstruir el camino a la
develación de las verdades ocultas. La doctora Riskin se remonta hacia un
pasado mítico para mostrar cómo también, desde antiguo, se manipularon los
relatos para infundir sentimientos útiles al poder.
Cuentan
que Sísifo engañó a los dioses y fue condenado a empujar, sin descanso, una
roca hasta la cima de la montaña, desde donde volvía a caer, una y otra vez,
por su propio peso. La idea abre las reflexiones de Camus y le permiten resignificar
el mito y la condición humana: si cada versión sobre la realidad depende de una
elección, tenemos la oportunidad de redireccionar nuestras miradas y nuestras
acciones. Acaso creo inevitable, preguntarnos alguna vez, por la
intencionalidad que subyace bajo nuestras diversas interpretaciones. Los mismos
mitos que cargamos de significado cuando se vuelven invisibles funcionan a
nivel inconsciente. Ya sea porque somos poco proclives a andar por el mundo
contando animales, habitamos en los
antípodas de la selva o dedicamos el día a la ineludible tarea de
ganarnos el pan, no hacemos el chequeo cotidiano de tamañas desinformaciones y
entonces, entre dimes y diretes, muchas personas buenas y honestas suman sus
voces a conclusiones falaces.
Necesitamos
reinterpretar los mitos que fueron configurando nuestro imaginario, porque a
partir de ellos se construye nuestra realidad y esas viejas narraciones se
anidan en el inconsciente colectivo. Nuestra investigadora cita a Albert Camus[2]
(1913-1960), quien señala: «no hay mayor castigo que vivir sin esperanza». Y
demanda: «Hay que imaginarse a Sísifo dichoso» para no sucumbir a un mensaje
pesimista.
Si los héroes míticos
que intentaron la redención del hombre terminaron derrotados, el mensaje es
claro. Si podemos resignificar la carga mítica y valorar la lucha por una
sociedad más justa, entonces Sísifo y Prometeo son más fuertes que las rocas
que los sujetan y merecen erigir en nuestros corazones, nuevas esperanzas para
valorizar esas tareas fundantes de la humanidad. Habremos desarmado las trampas
tendidas para impedir la construcción de una sociedad más equitativa.
[1] Véase mi trabajo El hombre
originario en la página www.ricardovicentelopez.com.ar,
para un análisis más detallado.
[2] Fue un novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista
francés. En 1957se le concedió el Premio Nobel de Literatura.
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