miércoles, 1 de mayo de 2013

La mediatización de las palabras IX



En una sociedad tradicional, en la cual priman las relaciones cara a cara, la información necesaria para la vida cotidiana se obtiene de la observación de la realidad circundante o de la que pueden comunicar otros miembros de la comunidad. La transparencia de los mensajes, dentro de las limitaciones que imponen tradiciones, mitos, leyendas, concepciones religiosas, etc., es evidente y conforma una conciencia colectiva de confianza y solidaridad. No es muy difícil comprender que la sociedad industrial y posindustrial —de alta complejidad, con intereses expuestos y/o velados por una distribución inequitativa de las riquezas concentradas en muy pocas manos— imponen el dispositivo cultural de ocultar todo ello por la necesidad de evitar la aparición de conflictos sociales que cuestionen el orden instaurado. Requiere el uso de mecanismos cada vez más sofisticados que aporten al logro de tales fines. El control del lenguaje, de sus significados, para manipular y distorsionar el contenido de los mensajes es el modo encontrado la denominada, como ya hemos visto, la sociedad mediatizada.
No es este un fenómeno reciente, tiene una muy larga historia que reconoce, como un punto histórico de inicio, la aparición de la sociedad de clases[1]. El paso de una sociedad comunitaria a una de clases requirió el ocultamiento de los privilegios que comenzó a guardar para sí un pequeño sector de sus miembros. Pero,  para no ampliar mucho el período analizado, puse la sociedad industrial como punto de partida.
A pesar de ello, sigamos la lectura que nos propone Marta Riskin sobre el manejo de las interpretaciones de algunos mitos fundantes de la cultura occidental, para rastrear los viejos orígenes que guardaron, a través de los tiempos, mensajes conteniendo advertencias ejemplarizantes:
¿Qué ocurre cuando la visualización colectiva de la extinción de los paquidermos no requiere más intermediario que un modesto noticiero? Mi ejemplo es intencional y apremiante. Hoy, la mayoría de los medios masivos de comunicación despliega mitos que manipulan nuestras emociones, nos sumergen en terroríficas tragedias, y luego, entre entretenimientos ramplones y chocolates agrios, pretenden consumamos desde alivio de plástico a angustias inventadas. Frente a nuestros ojos, extienden mesas de insultos, silogismos vacíos, groseras mentiras y, de postre, justificaciones a asesinatos, secuestros y negociados.
Este modo de manejar el complejo mundo de las informaciones no tiene nada de inocente, esconden perversas intenciones: generar temores, ansias diversas, alegrías superficiales, adhesiones o rechazos evanescentes, etcétera, que nos vayan sumiendo en un clima artificial, construido con verdades a medias, falsedades, noticias impactantes. El objetivo fundamental es obstruir el camino a la develación de las verdades ocultas. La doctora Riskin se remonta hacia un pasado mítico para mostrar cómo también, desde antiguo, se manipularon los relatos para infundir sentimientos útiles al poder.
Cuentan que Sísifo engañó a los dioses y fue condenado a empujar, sin descanso, una roca hasta la cima de la montaña, desde donde volvía a caer, una y otra vez, por su propio peso. La idea abre las reflexiones de Camus y le permiten resignificar el mito y la condición humana: si cada versión sobre la realidad depende de una elección, tenemos la oportunidad de redireccionar nuestras miradas y nuestras acciones. Acaso creo inevitable, preguntarnos alguna vez, por la intencionalidad que subyace bajo nuestras diversas interpretaciones. Los mismos mitos que cargamos de significado cuando se vuelven invisibles funcionan a nivel inconsciente. Ya sea porque somos poco proclives a andar por el mundo contando animales, habitamos en los  antípodas de la selva o dedicamos el día a la ineludible tarea de ganarnos el pan, no hacemos el chequeo cotidiano de tamañas desinformaciones y entonces, entre dimes y diretes, muchas personas buenas y honestas suman sus voces a conclusiones falaces.
Necesitamos reinterpretar los mitos que fueron configurando nuestro imaginario, porque a partir de ellos se construye nuestra realidad y esas viejas narraciones se anidan en el inconsciente colectivo. Nuestra investigadora cita a Albert Camus[2] (1913-1960), quien señala: «no hay mayor castigo que vivir sin esperanza». Y demanda: «Hay que imaginarse a Sísifo dichoso» para no sucumbir a un mensaje pesimista.
Si los héroes míticos que intentaron la redención del hombre terminaron derrotados, el mensaje es claro. Si podemos resignificar la carga mítica y valorar la lucha por una sociedad más justa, entonces Sísifo y Prometeo son más fuertes que las rocas que los sujetan y merecen erigir en nuestros corazones, nuevas esperanzas para valorizar esas tareas fundantes de la humanidad. Habremos desarmado las trampas tendidas para impedir la construcción de una sociedad más equitativa.



[1] Véase mi trabajo El hombre originario en la página www.ricardovicentelopez.com.ar, para un análisis más detallado.
[2] Fue un novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista francés. En 1957se le concedió el Premio Nobel de Literatura.

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