domingo, 22 de septiembre de 2013

La Doctrina Social de la Iglesia y el pensamiento político moderno XIV



La poca lectura que los textos de Carlos Marx han merecido en las últimas décadas exige ser un poco rigurosos con las expresiones doctrinarias de este autor, sobre todo cuando durante el siglo XX se lo ha citado tanto, pero sólo para decir en su nombre contenidos distorsionados de sus textos, sesgados, mutilados, con lo cual se lo hizo aparecer sosteniendo las más diversas afirmaciones. Ya en vida del autor se vio obligado a desmentir teorías que se le atribuían. En una de sus tantas humoradas le dijo por carta a su editor, que le reprochaba contradecirse en sus textos: «lo único que puedo decirle es que yo no soy marxista». Pero la ironía de Marx no logró impedir que se siguieran acumulando disparates en su nombre, mucho más, claro está, tras su muerte en 1883.
Por ello creo importante atenerme a sus textos. Las críticas que realizó a ciertos modos de argumentar, partiendo de un punto originario mítico, que negaban la verdad del proceso histórico, denunciaba el resultado de una operación de encubrimiento, muchas veces por ignorancia, de temas que de ser explicados con claridad deslegitimarían instituciones claves del sistema de propiedad, fundamentalmente, la propiedad burguesa capitalista. En este sentido, uno de los que ha investigado el modo de producción capitalista, el profesor de Teología Moral de la Universidad de Edimburgo, Adam Smith (1723-1790), ofreció una explicación con la doctrina del valor-trabajo. Sin meternos de lleno en esta doctrina sólo enunciaré brevemente que postula que es el trabajo el origen del valor de toda mercancía, el trabajo social en todas sus formas, por lo que sin trabajo no habría agregación de valor a los materiales naturales. Si nos remontamos al inglés John Locke (1632-1704) podemos encontrar una argumentación que legitima la propiedad sólo como producto del trabajo humano:
Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sirvan en común a todos los hombres, no es menos cierto que cada hombre tiene su propia propiedad. Nadie, fuera de él mismo, tiene derecho alguno sobre ella. Podemos afirmar también que el esfuerzo de su cuerpo y la obra de sus manos son auténticamente suyos. Por eso, siempre que alguien saca alguna cosa del estado en que la Naturaleza lo produjo y lo dejó, ha puesto en esa cosa algo de su esfuerzo, le ha agregado algo que es propio suyo; y por ello la ha convertido en propiedad suya. Habiendo sido él quien ha apartado de la condición común en que la Naturaleza colocó esa cosa, ha agregado a ésta, mediante su esfuerzo, algo que excluye de ella el derecho común de los demás.
Debemos ubicar a Locke en su época para comprender que su discurso se enuncia como defensa del hombre burgués (pequeño artesano, agricultor, comerciante, etc.) ante los abusos sobre la propiedad de parte de la nobleza. Lo sustancial de su afirmación es que el trabajo es la fuente del derecho a la propiedad, por lo que agrega:
Siendo, pues, el trabajo o esfuerzo propiedad indiscutible del trabajador, nadie puede tener derecho a lo que resulta después de esta agregación [su trabajo], por lo menos cuando existe la cosa en suficiente cantidad para que la usen los demás.
La segunda mitad del siglo XVIII será escenario del gran salto de la producción: de la artesanal a la industrial. Ese artesano al que hace referencia Locke correrá diferentes suertes: unos se convertirán en obreros asalariados de la fábrica propiedad del que se convirtió en capitalista.  Entonces, esa doctrina no tendrá cabida en las nuevas relaciones de trabajo. Por tal razón Smith, en la misma línea del pensamiento evangélico puritano, defenderá el derecho a la retribución del trabajo realizado por el valor que le incorpora ese trabajo a la mercancía. Este pensador, fallecido en 1790, no alcanza a ver los excesos que la Revolución industrial comete en la explotación de los obreros fabriles. Esto será la tarea de  denuncia de los pensadores socialistas y anarquistas.

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