Me parece necesario seguir las reflexiones del Doctor Rendueles porque, aunque nos hable
desde la experiencia de la Europa actual y, más específicamente, de la España
de hoy, nos propone un temario y un modo de tratamiento, a partir del cual
seguir reflexionando respecto de este fenómeno que, como caracterización, hemos
aceptado denominar subjetividad posmoderna. El paso propuesto ahora es
remitirnos al origen de lo que hemos estado pensando:
La
genealogía del nosotros en el trayecto clásico que combinaba el ethos, - entendido como el conjunto de tradiciones que se
integraban en una filiación -, con la autorreflexión que construía el proyecto
biográfico, este esquema ha explotado. Y ese vacío ha dejado paso a la
necesidad de orientar en soledad las identidades
sucesivas a partir del deseo y de la búsqueda de la autenticidad. «Sé fiel a tu
deseo, defiéndelo de lo inauténtico» (en este caso lo inauténtico son las
convenciones sociales), es un discurso que
condena a mis prójimos a ser simples construcciones de los sentimientos: el
otro se convierte en un fantasma actualizado únicamente por mi amor proyectivo hacia
él. El nosotros postmoderno es solo la suma de mis objetos de deseo: un mundo
que cancelo cuando les retiro mi afecto.
El lenguaje del párrafo propuesto adquiere un
cierto grado de tecnicismo filosófico que intentaré aclarar. En la historia de
los últimos siglos, dentro del cuadro de la cultura moderna, la constitución de
la subjetividad se constituía en términos más comprensibles: permitían una
cierta claridad respecto de qué se debía
ser, cómo se debía realizar eso, cuáles eran los pasos necesarios para su
logro, etc. Todo ello cuando ésta no mostraba todavía signos de agotamiento.
En ese cuadro social se mostraba un modo de ser hijos, luego adultos maduros, que
no parecía expresar dificultad mayor. Aquel deber
ser no se presentaba como una imposición insoportable e inaceptable; por el
contrario, nos ofrecía un marco claro de maduración y realización personal. No
debe entenderse esto como una descripción paradisíaca: había diferenciación de
clases, pero aparecían algunos caminos de movilidad social, que se convertía en
un incentivo para muchos, aunque no tantos lo lograran.
Ese deber ser hablaba de los necesarios
esfuerzos para su logro, que, en cierta medida, nos disciplinaba pero lo hacía
dentro de un clima amable. En esta posmodernidad, se le contrapone una
intuición que habla de la inutilidad de muchos esfuerzos; que la recompensa por
hacerlo no está a la altura de las promesas. El horizonte se ensombrece y
desdibuja, el futuro se desvanece en un presente repetitivo; en su lugar, sólo
queda este presente que se debe aprovechar disfrutando al máximo de todo
aquello que se logre, aunque no sea mucho. Disfrutar
es la voz de orden de este tiempo. Sin embargo, la suma de los pequeños
disfrutes que se desvanece en cuanto se agota el instante, deja un vacío más
profundo y angustioso. En medio de ese juego perverso e irrespirable, la
propuesta de los sentimientos mezquinos hacia el otro que privilegia la
satisfacción personal, aguachenta y deteriora las relaciones personales, las
banaliza y pierden densidad: se deshumanizan:
Hemos
pasado del «hasta que la muerte nos separe» al «hasta que el sentimiento nos
una». El salto va de un extremo al otro. Nada me parece más ridículo que el
lloroso abrazo de Bertrand Russell a una de sus múltiples esposas para
confesarle que en el paseo matutino de antes del desayuno ha descubierto que ya
no la quiere y deben divorciarse. Entre esos extremos quizás haya que
introducir alguna promesa mínimamente estabilizadora, porque de otro modo es
como la profecía que se cumple a si misma: si la relación se basa en la
actualidad del deseo, la autorreflexión crea una inseguridad automática.
Parece, de lo que
se desprende de esta aguda descripción, que la persona posmoderna, definida
hace un tiempo como “el hombre light”,
padece de una gran dificultad para establecer las que hace un tiempo se habrían
denominado relaciones maduras. La
inestabilidad que supone la promesa de “mientras que los sentimientos nos unan”
es, en sí misma, una confesión de liviandad, de transitoriedad, que lleva
implícita la certeza de que esos sentimientos son pasajeros.
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