Concluye, como
justificación y exhibición de su capacidad
erudita de investigador y de su interés
sólo científico en el proceso nazi:
Nada apoyó la disparatada
idea del origen común de la tal raza aria. Inspirados en estas supersticiones,
los nazis asesinaron a millones de judíos, gitanos y miembros de otras razas a
las que consideraban inferiores. Un gobierno que surgió de las urnas, con el
apoyo masivo de su pueblo fue, al mismo tiempo, uno de los más sangrientos y
demenciales de la historia.
El doctor Alejandro
Horowicz, profesor titular de Los Cambios en el Sistema Político Mundial, en Sociología
(UBA) ha salido al cruce de tanto ruido mediático respecto de los dichos de
referencia, con un artículo (Info News, 18-11-13) en el que señala cierta hipocresía por tanto comentario. Dado
que el pensamiento de este publicista ha dicho, escrito y publicado todo lo que
piensa sin pudor alguno, ¿por qué, entonces, tanto revuelo, qué hay de
novedoso?
Los expertos en comunicación
se lo explican pedagógicamente a sus eventuales "clientes": no se
trata de lo que se piensa, se trata de lo que se dice o lo que se debe callar
para ganar. Los gestos vacuos ocupan toda la escena, los otros quedan para los
suicidios discursivos, cuando la fobia impide entender qué
"conviene", o para los que creen que están más allá de esta sencilla
pero estricta regla. Esto no lo ignora casi nadie en el mundillo de la
comunicación política, y todos actúan en consecuencia. La pregunta es otra:
¿qué vale ese rechazo? Barba destacó en sus artículos del diario Perfil, en su
libro, y en un reportaje a la revista Noticias, la importancia de Hitler.
Recordó que ganó democráticamente las elecciones de 1933, y esto ya no lo dice
Durán pero conviene retenerlo: la compacta mayoría lo respaldó hasta las
últimas horas del '45 en el búnker berlinés.
Como prueba de las formas
hipócritas de las declaraciones, y para volver sobre hechos que muchos de los
indignados olvidan, recuerda este triste capítulo de la historia:
El 13 de mayo de 1939, el
transatlántico alemán St. Louis partió desde Hamburgo (Alemania) hacia La
Habana (Cuba). A bordo viajaban 937 pasajeros, mayoritariamente judíos alemanes
que huían del Tercer Reich. Habían solicitado visados para los Estados Unidos y
tenían planeado permanecer transitoriamente en Cuba. Desde la Kristallnacht (9
y 10 de noviembre de 1938), los nazis habían intensificado el ritmo de la
emigración forzada de judíos. Joseph Goebbels esperaba, junto al resto de la
jerarquía nazi, que la negativa de otros países a admitirlos contribuyera a la
realización de los objetivos antisemitas del régimen. Y así fue. Antes de que
el barco saliera de Hamburgo, los periódicos derechistas cubanos anunciaron la
inminente llegada de la nave y solicitaron se pusiera fin a la admisión de
refugiados judíos. La prensa estadounidense y europea llevó la historia a
millones de lectores. Sólo unos pocos sugirieron que los refugiados deberían
ser admitidos en los Estados Unidos. Los informes sobre la llegada del St.
Louis provocaron una enorme manifestación antisemita en La Habana; el 8 de mayo
de 1939, cinco días antes de que el barco zarpara de Hamburgo, 40 mil marcharon
entonando consignas antisemitas. Decenas de miles las escucharon por radio. Y
cuando el barco llegó a puerto el 27 de mayo, sólo se permitió el desembarco de
28 pasajeros. Seis de ellos no eran judíos (cuatro españoles y dos cubanos). Los
restantes 22 disponían de documentos legales de entrada.
La admiración por Hitler y el antisemitismo,
la conveniencia de hablar o callar, hablar a media voz como para ser de la
partida pero no tanto, es parte de lo que nuestro investigador enseña a sus
clientes, aconseja a sus candidatos, pero cuando debe combatir en la arena
política, no conoce armas despreciables ni métodos rechazables, como comenta en
sus libros con ostentación de sus logros por perversos que éstos sean, con tal
de lograr el objetivo propuesto: que gane su cliente y destrozar a su
adversario. Sin embargo, para el público parece ser menos escandaloso que su
confesada admiración por Hitler.
Es mucho más grave, en mi opinión, haber
convertido la ciencia de la polis como un ejercicio del bien común —que proponían Platón, Aristóteles, santo Tomás de
Aquino, entre otros, y que recoge toda la tradición judeocristiana— en un
ejercicio de técnicas de marketing
para la colocación de un nuevo producto en el mercado político: un candidato. Bastardear ese legado de la
cultura occidental, vaciarlo de contenido ético, reducirlo a una mera
competencia en la que se premia al que llega a la meta con más votos, sin
importar cómo se los recolecte, es, aunque parezca exagerado un delito de lesa humanidad.
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