Se concentra el manejo de los alimentos en
pocas manos, todas empresas multinacionales cuyo objetivo, definido por Esther
Vivas, es ganar lo máximo posible en el menor tiempo, sin reparar en los
métodos para su logro. El resultado de esas maniobras se refleja en lo
siguiente:
Un ejemplo. Según la FAO, en los últimos 100
años hemos visto la desaparición del 75% de la diversidad agrícola y
alimentaria en el planeta. ¿A qué se debe esto? A que unas pocas empresas han
priorizado una serie de variedades agrícolas y alimentarias, por el hecho de
que se adaptan mejor a sus intereses particulares. Variedades de alimentos que
recorren grandes distancias, con buen aspecto para que puedan comercializarse
en un supermercado, y en los que se priorizan elementos como el sabor. Si los
alimentos se corresponden con variedades autóctonas, es muy posible que no
cuenten para el mercado. En definitiva, son grandes empresas que promueven
aquello que les da rentabilidad económica.
Al subordinar la producción de alimentos a
criterios rentísticos, se altera totalmente la lógica que privilegia la salud
de la población. Estos criterios son dejados de lado en tanto puedan significar
un costo mayor que disminuya sus utilidades:
La agricultura transgénica importa a
diferentes niveles. Primero, por su impacto social. Esto implica la
privatización de las semillas, que quedan en manos de grandes empresas que las
comercializan. Me refiero principalmente a Monsanto, pero también a Syngenta,
Pioneer, Dupont o Cargill. Se acaba, por tanto, con la capacidad de los
campesinos para producir e intercambiar semillas. Podemos hablar asimismo de un
impacto medioambiental y de la desaparición de variedades. A fin de cuentas, la
coexistencia entre la agricultura transgénica y la tradicional es imposible. Mediante
el aire y la polinización, la agricultura transgénica contamina los otros
campos. Además, acaba con las variedades locales y promueve las semillas
transgénicas o híbridos, que las grandes empresas comercializan. Asimismo, hay
un impacto sobre nuestra salud, como han señalado distintos informes críticos
como el de Seralini. Greenpeace señala que no hay informes independientes que
garanticen que los transgénicos no resultan nocivos para la salud humana, ya
que los informes existentes están financiados por empresas con intereses en el
sector.
Otro aspecto de este sistema de producción de
alimentos, que no aparece en la superficie de lo informado, es el referido a
los modelos implementados. Interesa conocer sus investigaciones sobre España,
porque el modelo se repite en el nivel mundial:
Empresas como Mercadona, Carrefour, Alcampo o
El Corte Inglés son responsables de este modelo agroalimentario que no
funciona. Porque pagan unos precios de miseria al productor, precarizan los
derechos laborales y nos venden unos alimentos de muy baja calidad con efectos
negativos para nuestra salud. En el estado español, el 75% de la distribución
de alimentos está en manos de 5 supermercados y 2 centrales de compra
(consorcios de supermercados), que tienen un control muy importante sobre
aquello que comemos.
El argumento que sostienen los especialistas
en economía para defender este modelo es que al consumidor se le ofrecen
productos a través de las grandes cadenas de supermercados a precios que
resultan más baratos. Esther Vivas rebate estos argumentos:
Esto no es cierto, porque tienen unos costos
ocultos. Por un lado, son productos que se fabrican explotando las condiciones
laborales de los trabajadores (Inditex con Zara es un claro ejemplo; la ropa
"low cost" con derechos laborales "low cost", que explota a
trabajadoras en Bangladesh con consecuencias dramáticas, como la fábrica que se
derrumbó en este país y mató a varias de sus empleadas). Además, se trata en
general de alimentos "kilométricos" con un impacto ambiental muy
claro (emisión de gases de efecto invernadero y cambio climático). Según datos
del centro de investigación GRAIN, el 55% de los gases de efecto invernadero a
nivel mundial son consecuencia del actual modelo de producción, distribución y
consumo. Así pues, pensamos que compramos barato, pero ¿quién paga los efectos
sobre el cambio climático de aquello que comemos? Se trata, además, de
alimentos de mala calidad, elaborados con altas dosis de pesticidas, aditivos y
potenciadores del sabor, lo que tiene consecuencias en nuestra salud. En los
últimos años, enfermedades como la hiperactividad infantil, las alergias o la
obesidad han aumentado. Esto implica también un coste para la salud pública.
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