Sigue argumentando, con una lógica encerrada
en sí misma, con afirmaciones que no parecen necesitar demostración alguna. Utilizando la
terminología de los clásicos del liberalismo económico, continúa:
En una sociedad abierta es
absolutamente irrelevante la diferencia entre los patrimonios de los diversos
actores económicos, puesto que, como queda dicho, las diferencias corresponden
a las preferencias de la gente puestas de manifiesto en el plebiscito diario
con sus compras y abstenciones de comprar. Lo importante es maximizar los
incentivos para que todos mejoren, y la forma de hacerlo es, precisamente, respetando
los derechos de propiedad de cada cual.
En la sociedad abierta de la que habla —
posiblemente en los Estados Unidos de los 50 y 60—, la mayor parte de sus
intelectuales sostenía que allí no
existían las diferencias entre clases sociales, tal como se lee. En ella imperaba
la filosofía del self- made man, el
hombre que triunfa por su propio esfuerzo. Hasta no hace tanto tiempo, hablar
de clases era considerado el resultado de un marxismo ya superado. En las
décadas siguientes, sobre todo desde los noventa en adelante, la crisis les
hizo tomar conciencia de que ellos también tenían pobres. A esto se refirió
entonces Juan Pablo II, cuando los definió como el Cuarto Mundo.
En esa sociedad
abierta, no tiene el menor significado, sostiene que es irrelevante que unos pocos tengan tanto
y unos muchos, muy poco (el 1% frente al 99%, como manifiesta el Occupy Movement). Su
explicación se acerca a lo ridículo cuando argumenta, créase o no, que las diferencias corresponden a las preferencias
de la gente. En un país tan libre como los Estados Unidos, cada uno tiene
la libertad de ser rico o pobre, es
una elección de vida. En este juego de las elecciones, aparece una condición
necesaria: respetando los derechos de
propiedad de cada cual, sin averiguar cómo se obtuvieron las enormes
fortunas mencionadas. No olvidemos que los incrementos de las últimas décadas
provienen de la especulación financiera.
Según nuestro articulista, esto debe quedar
claro para las decisiones que tome cada quien en la vida:
Como los bienes y servicios
no crecen en los árboles y son escasos, en el proceso de mercado (que es lo
mismo que decir en el contexto de los arreglos contractuales entre millones de
personas) la propiedad se va asignando y reasignando según sea la calidad de lo
que se ofrece: los comerciantes que aciertan en los gustos del prójimo obtienen
ganancias y los que yerran incurren en quebrantos.
Debo confesar, y espero que el lector sea
compasivo conmigo, que me parece ver asomarse en el modo de pensar del impávido
Benegas Lynch una especie de evangelismo ingenuo. La suerte de las vidas
individuales se juega en el mercado: la
propiedad se va asignando y reasignando según sea la calidad de lo que se
ofrece. Es decir: según le vaya, gana más o menos. No aparece el cristianismo
calvinista, porque está supuesto, manifestado en la Doctrina de los Elegidos y en la mano invisible de Adam Smith. Por lo tanto, no caben más
discusiones: quien decide en última instancia es Dios. ¿Qué sucede cuando la
voluntad humana no acepta las decisiones divinas? Los resultados se presentan
con toda claridad: cuando aparece el fatal
intervencionismo:
Es obvio que esto no ocurre
si los operadores están blindados con privilegios de diversa naturaleza, ya
que, de ese modo, se convierten en
explotadores de los demás y succionan el fruto de sus trabajos. Estamos
hablando de mercados abiertos y competitivos, lo que desafortunadamente es muy
poco usual en nuestros días.
Si la mano humana (interviene para corregir
las desigualdades) se atreve a alterar el juicio de Dios (“la mano invisible”,
de A. Smith) —que es la que pone orden en el mercado—, entonces todo el orden se
desbarata y nos encontramos frente a este mundo de hoy. Ahora bien: la
condición necesaria es el funcionamiento de
mercados abiertos y competitivos (Teorema de Davos). El problema de nuestro
sabio profesor es que nos encontramos en un mundo lleno de ateos que no se someten
a las divinas decisiones (las que se suponen define la mano invisible); por tal razón, el mundo actual muestra una
lamentable condición: la libertad de los mercados desafortunadamente es muy poco usual en nuestros días.
Sin embargo, hay quienes insisten todavía en
reordenar el mercado introduciendo una desastrosa justicia humana, llamada justicia social:
La denominada justicia
social sólo puede tener dos significados: o se trata de una grosera
redundancia, puesto que la justicia no es vegetal, mineral o animal, o
significa quitarles a unos lo que les pertenece para entregarlo a quienes no
les pertenece, lo cual contradice abiertamente la definición clásica de
"dar a cada uno lo suyo".
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