Hemos llegado al momento de
esta investigación que reclama el segundo tema del título, la felicidad humana, y su derecho a ocupar un espacio adicional a
lo dicho en páginas anteriores. No se me escapa — convencido de que me acompaña
el ciudadano de a pie— que el
abordaje se ve entorpecido por la cuantiosa bibliografía sobre la new age y la autoayuda personal, que se sumergen en propuestas de soluciones
individuales.
En el contexto de las
reflexiones manifestadas, la intención apunta hacia las condiciones
socio-institucionales y/o culturales y/o educativas, todo ello en su acepción
más amplia, que posibilitan una vida
vivible y satisfactoria para muchos o que la impiden. La indagación sobre
el capitalismo aportó una serie de preguntas
y de posibles respuestas que intentaron desbrozar el camino hacia planteos superadores
de los escollos encontrados.
En otro trabajo mío ya citado: La subjetividad posmoderna y el buen vivir[1], el
tema de la felicidad aparece estrechamente ligado al buen vivir, que debe ser diferenciado del proyecto burgués del vivir bien: la armonía y la paz interior
no son compatibles con la idea del confort que se adquiere en el mercado.
También allí me hice cargo de las dificultades con las que la vida moderna nos obstaculiza ese logro.
Es decir, la propuesta de los pueblos originarios parte de un marco cultural
comunitario muy lejano de nuestras condiciones actuales sumergidas en una
cultura consumista. Dentro de ella, la felicidad se presenta como la
posibilidad de comprar todo lo deseable,
sin reparar en la incidencia condicionante del aparato publicitario que nos
bombardea.
Sin embargo, dentro del tipo de
vida en la que se desenvuelve nuestra cotidianeidad, debemos intentar saber qué
tipo y cuánto de felicidad es posible alcanzar. Y en estos menesteres se halla
Richard Layard[2]
(1934), economista
egresado de la Universidad de Cambridge, profesor emérito de Economía
y director- fundador del Centro para la Performance Económica. Parte de una
conclusión muy lógica: «El objetivo último de la economía y de la política de
cualquier país decente debería ser el trabajar en pro de la felicidad de sus
habitantes». Uno puede pensar que hay un grado importante de ingenuidad en
semejante afirmación, salvo por el uso del condicional: debería, implícitamente sugerente de que no se manifiesta así en la
actualidad.
Tal y como sostiene en su libro
La felicidad: lecciones de una nueva ciencia (2005), el progreso de la felicidad
nacional debería considerarse un objetivo político, estudiado y evaluado tan
concienzudamente como el crecimiento del PIB. En este libro, cuenta cómo, por
primera vez, se puede medir la felicidad de una población de una manera
objetiva. Afirma con un algo de ironía «Los resultados de décadas de encuestas
y escaneos cerebrales muestran que, una vez pasado el nivel de subsistencia, lo
que nos importa de verdad es si el pasto del vecino es más verde que el
nuestro». De esas investigaciones observa lo siguiente:
Obviamente, para quienes viven con menos del sueldo
mínimo un aumento en el ingreso contribuye a la felicidad. Lo vemos en los
países pobres y vemos también que los países ricos son más felices que los
pobres. Pero una vez que se supera ese punto, lo que la gente quiere es un
mayor ingreso en comparación con los demás. Esto significa que si el país
entero se vuelve más rico, no aumenta la felicidad de sus habitantes porque
todos se volvieron más ricos y entonces no aumenta su ingreso relativo. Tenemos
muchísima evidencia empírica que lo prueba, como las encuestas donde la gente
declara cuán contenta se siente y que podemos cruzar con los datos respecto de
su ingreso y el ingreso de su vecindario, su ocupación y todo lo necesario para
ver qué es y qué no es importante.
[1] Se puede consultar en la página www.ricardovicentelopez.com.ar
.
[2] Economista británico, director de programas del Centro para el
Desempeño Económico de la London School
of Economics. Su carrera se
centró en la reducción del desempleo y la desigualdad.
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