Por ejemplo, J.
Dubois, investigador francés, sostiene que proyectando el avance tecnológico
actual, según se desprende de diversas investigaciones que se están
desarrollando en distintos centros especializados, para el año 2025 habrá sólo
un 2% de obreros asalariados en el mundo y otro tanto ocurrirá en el sector de
los servicios. Aunque pueda parecer una afirmación excesivamente arriesgada, no
por ello el problema que señala deja de tener una presencia inquietante.
No pocos
investigadores han comparado la revolución actual, la tecnológico-inteligente-robótica,
con la revolución del Neolítico en la que el hombre descubre la agricultura, se
enraíza en un territorio y funda pueblos. Aquella produjo un salto de la
evolución que impulsó a la humanidad por caminos totalmente nuevos. La
revolución en curso es pensada como un salto similar, por lo que pareciera que el
modo de pensar las estructuras sociales anteriores no es de utilidad, por sí
mismo, para avanzar ante este nuevo desafío. En un reportaje publicado por el
diario Clarín un prestigioso intelectual austríaco, Andre Gorz (1923-2007) hace
afirmaciones que van en la misma dirección y dan para pensar:
El
trabajo asalariado está en vías de desaparición como base principal para
construir la propia vida, una identidad social, un futuro personal. Pero tomar
conciencia de este hecho tiene un alcance esencialmente subversivo, pues
mientras a la gente se le diga: su trabajo es la base de la vida, es el
fundamento de la sociedad, es el principio de la cohesión social, no hay más
sociedad posible que ésa, con lo cual la gente se vuelve psicológica, política y
socialmente dependiente del empleo. Por lo tanto, se esfuerza a los individuos
a tratar de conseguir a toda costa uno de esos empleos cada vez menos
frecuentes. El discurso sobre el carácter central del trabajo, sobre la
perpetuidad de la sociedad laboral, de la sociedad salarial, tiene una función
de estrategia de poder de parte de la burguesía, del capital y de los
empleadores.
El despliegue de
las nuevas tecnologías no suele citarse como causa de la crisis estructural. Pero
es un factor decisivo. Por ejemplo, en la primera década de 2000, ha disminuido
en un 7% el trabajo humano en el proceso productivo por la incorporación de la
tecnología; y ello a pesar de que el desarrollo tecnológico se encuentra frenado
deliberadamente desde los años 90 para no obstruir la obtención de la
plusvalía. También la tasa de innovación científica aplicada después como
tecnología se frena a partir de mediados de la década de los 90.
En esta cuestión hay
un debate abierto. Algunos estudiosos apuntan que no hemos salido de la quiebra
del modelo de crecimiento keynesiano (singularmente a partir de la quiebra
económico-energética de 1973). En ese momento se impulsó una trama de recetas
neoliberales, que representaban, más que una salida de la crisis, una huida
hacia adelante. Se pensó que se resolvía aumentando la explotación de la fuerza
de trabajo; reduciendo los gastos y servicios sociales; recortando la parte de
contribución al conjunto social de las cargas sociales que aporta el gran
empresariado; reduciendo el capital destinado a la inversión productiva para
dedicarlo a la especulación financiera; y con la apropiación privada de
servicios e infraestructuras públicas, así como de la riqueza natural.
En los países
centrales del sistema, las tasas de crecimiento decaen bruscamente desde la
crisis de 2007. Pero en otros lugares del mundo se registra un crecimiento
económico y de las tasas de ganancia (por ejemplo, en los países emergentes,
aunque no sólo). El conjunto de países emergentes representan entre el 20 y el
30% del total de la economía mundial, mientras que los tradicionales países
centrales del sistema disponen entre un 50 y un 60% de esa riqueza. Con el
escaso peso comparativo de las economías emergentes, es difícil que puedan
“tirar del carro del capitalismo”, tal como se lo practica hoy, y revertir el
proceso de crisis.
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